Estilo remordimiento

Vivimos más pendientes de etiquetar lo que comemos que de disfrutarlo

Para mí que sólo hay dos cocinas, la buena y la mala, aunque no sea fácil mantenerlo en un mundo adicto a clasificar, calificar y compartimentar todo lo que se mueve, incluidos los sabores. La cocina se cataloga hoy bocado a bocado. Vivimos más pendientes de etiquetar lo que comemos que de disfrutarlo y así van naciendo las categorías: entre la cocina de vanguardia y el recetario popular media un laberinto de etiquetas. Hay una cocina avanzada y otra de vanguardia, la tenemos clásica –dícese de la cocina más bien antigua, a menudo con una capa de polvo cubriendo el plato- y joven -¿hasta qué edad se practica?-, la hay internacional –difícil definirla; siguen nombrándola en los comedores de algunos grandes hoteles- o tradicional. Ofrecen cocina de siempre, de la abuela -¿de cuál?, una de las mías nunca llegó a freír un huevo-, casera -¿de qué casa?- y popular. Está la que llaman cocina pobre –cucina povera; la categoría se inventó en Italia- frente a otra definida como ilustrada, que viene a ser el plato humilde llevado al almuerzo dominical en una casa bien de San Isidro. También encontramos propuestas tradicionales puestas al día, junto a otras que se presentan como renovadas, aunque tampoco faltan los defensores de la tradición creativa (sic). Lo tradicional es un universo paralelo capaz de agruparlo todo por su cuenta. Luego descubrimos conceptos difícilmente explicables, como el mediterráneo -¿ligera, vacua, saludable?… ¿cómo el exceso de mantequilla y la inundación de crema de leche de nuestros restaurantes “franco-mediterráneos”?- o, poniéndonos definitivamente al día, el imperio de lo molecular. Nadie sabe qué es a ciencia cierta –sus presuntos creadores negaron, niegan y negarán su existencia-, pero la enseñan en las mejores escuelas de la capital. En otro tiempo hubiera sido un emblema de lo chic; hoy no es más que un trending topic con más vacíos que un agujero negro. Nos enloquecen tanto las etiquetas que no hay razón para detenerse. Puestos a moleculizar la comida, abrieron categorías y subcategorías para separar la cocina de los aromas de la de los colores o entronizar la cocina geométrica.

También hay cocinas que exigen arrepentimiento, acto de contrición y expiación por tus pecados. Vive un proceso de franca expansión y me he permitido ponerle nombre: estilo remordimiento.

¿Bizarro? No tanto. Entiéndase como aquella propuesta culinaria en la que todos los actores del negocio finiquitan la experiencia profundamente arrepentidos. El cliente, por haber entrado al local sin mirar antes la carta, por no salir corriendo al leerla, por pedir aquel plato y, llegado el caso, por haberlo comido o por no tener reflejos suficientes para llamar al serenazgo al verlo en la mesa… El propietario se arrepiente de haber montado el negocio, de no entender la cocina, de abrir sin un cocinero decente, de servir platos que no es capaz de comer o de no caer antes en el tremendo error que estaba cometiendo. El proveedor… bueno, ya imaginan lo que lamenta. Es un terreno propicio para las cocinas sin alma y el disparate desnortado. Para la pizza de nutella, sandía y melón, los secos de cabrito apelmazados en hebras, los arroces pasados y los pescados sin aura. También guarda un lugar para la exhibición mal entendida, el juego de apariencias y el estrambote, nacidos del encuentro del mal gusto y el desconocimiento, lo que incluye algunos emblemas del lujo, tipo foie-gras, falsa trufa o lenguado. O para los que convierten su cocina en un almacén de sifones y su carta en un listado de espumas, muselinas y gelatinas… Pero no hagan mucho caso. Al final, lo miren por donde lo miren, solo hay dos: la buena y la mala.

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