El batán de Muñequita

El batán de Muñequita es grande como una mesa; a su lado, Muñequita parece un adorno dejado caer a un lado del mantel, pero lo domina casi con ternura, abriendo la puerta al fascinante universo de las picanterías que salpican las calles y los pueblos de Arequipa. El batán es grande, negro, rectangular, de líneas suaves y alma dura. Es fuerza y belleza al mismo tiempo. Imposible separar la vista de la superficie negra y brillante y los bordes suaves y redondeados que definen el contorno. Tampoco hay manera de evitar deslizar la yema de los dedos por los bordes, recorrer la curva de su seno y acabar dejando la palma abierta sobre el fondo para sentir la vida y el calor que lo atraviesan. Nunca había visto unas curvas tan subyugantes y tan letales. Nada ni nadie vuelve a ser lo mismo después de pasar por él.

El batán de Muñequita

Mi banquete awajún

En casa de los awajún dejan los festejos para después del trabajo. En eso son convencionales y también prácticos. Acabada la parte dura de la mañana, aparecen cuatro mujeres vestidas al uso tradicional con unos cuencos y una tinaja de barro llena de masato, el jugo de yuca fermentado que beben en sus ceremonias sociales y religiosas. La gruesa capa de espuma blanca que cubre el cierre de la olla indica que el de hoy será un brindis por todo lo alto. Los visitantes bebemos primero; por turnos de importancia, nos siguen los apus –jefes locales- y el resto de la comunidad.

Mi banquete awajún

Un chino entre cabrillas

Luis está frotando el traje del Chino con harina de maíz, sentado en medio de la barca que se balancea frente a las rompientes del acantilado. El paraje es tan impresionante como la ceremonia que empiezo a presenciar. Agua azul oscura, agitada y salpicada de espuma, estrellándose a un centenar de metros contra las rocas. Sobre ellas, las laderas peladas de la desértica Reserva Natural de Paracas que definen el paisaje desde que salimos de puerto, hace ya cuatro horas. En el Sarita Colonia, la barca del Chino, el trajín de Luis preparando el traje de buzo de su padre, confeccionado y remendado con láminas de caucho superpuestas. Intuyo algún retal de rueda de camión entre ellas. A un metro suyo, el segundo tripulante, mitad marinero, mitad buzo, se afana con un compresor de aire tan viejo y remendado como su vestuario. Le cuesta ponerlo en marcha. La Maizena es imprescindible para que el Chino pueda calzarse el traje o como sea que deba llamar a eso. Y es más barata que los polvos de talco.

Olinda y la torta de chocolate

Olinda Ataucusi es una mujer activa y decidida. Basta una mirada para darse cuenta. Acabo de encontrarla en la plaza de San Antonio de Sonomoro y me ha quedado dejado claro que ha trascendido del activismo al liderazgo. Me recibe vestida con la kushma habitual entre los notmachiguenga, una de las comunidades nativas que habitan la frontera de la selva amazónica, en Junín. Casi todos usan los trajes tradicionales en este poblado. Incluidos los niños, que a mi llegada salen camino de la escuela.