El segundo encierro

A Lima le llegó el domingo su segundo confinamiento, cuando ya era historia anunciada. No es el primer país que reactiva la cuarentena -Europa es un vivero- y, como en otros lugares, se acompaña con el cierre de negocios; los de hostelería, el pequeño comercio y tantos oficios a los que nadie mira. Este barco nos transporta a todos, aunque se divide por cubiertas. Arriba los ricos, abajo los que solo pudieron pagar pasajes económicos. La línea divisoria es trágica; si quieres un bote salvavidas para cuando se hunda el transatlántico, búscalo siempre en la cubierta más alta.

El nuevo cierre se anuncia para dos semanas, pero todo indica que irá más allá; Europa es la referencia. No es la antesala del desastre, como hace un año, sino un muro que muchos supervivientes no van a poder superar; pinta peor que nunca y lo van a sufrir todos. Me lo dicen algunos cocineros destacados con los que hablo al día siguiente del anuncio. Están con el agua al cuello. Marcará el final inmerecido de no pocos negocios responsables y el de unas cuantas aventuras nacidas con la fecha de caducidad escrita con trazo grueso en la fachada. A la mayoría de los propietarios les niegan ya los créditos. El endeudamiento de los demás es colosal; si siguen así acabarán trabajando al dictado del prestamista, y todos sabemos lo que sucede cuando el banco controla un negocio de hostelería. No faltan ejemplos en Lima de cadenas de restaurantes bancarizadas; la cocina es un pretexto. Pocos cuentan con el kit de respiración asistida que significa la venta a domicilio o el reparto en la propia puerta del negocio, como sucede en la hostelería.

Un año después, el cierre de negocios, la pérdida de empleos y las secuelas entre los proveedores, trazan la parte gruesa del paisaje. Piden ayudas y tiene razones para hacerlo. Todos pagamos impuestos y creen llegado el momento de que el dinero entregado al Estado vuelva a casa. Lo mismo piensa el ciudadano que necesita la asistencia sanitaria que lo mantenga vivo, las ayudas que aseguren una parte de su sueldo, el respaldo para sufragar el alquiler cuando los ingresos dejan de llegar, o educación para formar a sus hijos como ciudadanos y darles la oportunidad de salir adelante. Hay muchas cosas que hacer con los impuestos y todas son imprescindibles. La vida de nuestros vecinos es la principal; tanto más en América Latina, donde la desigualdad y la desprotección acentúan el drama de la pandemia.

También los restaurantes necesitan ayuda. Los países ricos de Europa les rebajan el iva y proporcionan alguna ayuda, más bien tibia. En España, que parecía un país próspero hasta que la corrupción se lo llevó todo por delante, los restaurantes presentan querellas contra el Estado. Están en su derecho, aunque los argumentos jurídicos y morales son más bien endebles, pero la situación no es igual para todos, por mucho que algunas testas coronadas quiebren la voz cuando lo cuentan en los medios. El sector de la restauración ha crecido en la última década sobre negocios concebidos en muchos casos a espaldas del público local. Pasado un año de pandemia, siguen anclados al mismo lema: “cuando esto acabe”. Pero “esto” no acaba, va camino del segundo año, el turista que los alimenta sigue en barbecho y “esto” ha cambiado muchas cosas, entre ellas nuestra relación con los restaurantes. Pasará, pero nada volverá a ser igual. Ellos siguen en sus trece; sin ánimo de cambio y esperando que el Estado les cubra la espera.

Los restaurantes concebidos, construidos y desarrollados pensando en el turista -de lujo o de baratillo, da lo mismo-, siguen esperando sin pararse a mirar ni un momento al mercado local. En España les protegió el desmadre del primer verano de la crisis, pero ese cliente no parece dispuesto a volver un par de veces al mes para repetir el mismo menú degustación, servido con los mismos gestos, escuchar idénticos relatos y pagar vinos de origen dudoso y añadas anteriores a la llegada del hombre a la luna.  Pasan los meses y siguen respondiendo a un modelo construido para un cliente que tardará en volver. Y sin embargo siguen exigiendo la atención y el respaldo de un mundo al que acostumbran dar la espalda.

Han renunciado a reconvertirse, a recuperar la carta y romper con la estructura de menú fijo, los precios desorbitados, los locales de las mil y una noches con alquileres disparatados y las plantillas sobredimensionadas. La normalidad del mercado local es una bagatela con la que no están dispuestos a lidiar. Están en su derecho. No lo están cuando piden al Estado que subvencione su inanidad con los impuestos de quienes no pueden permitirse el lujo de sentarse una sola vez en su vida en uno de sus restaurantes. Puede que ellos prefieran que inviertan lo que pagan en mejorar el sistema de salud y, no sé, tal vez salvar la vida.

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