Un atracón de camarones

No es complicado llegar hasta El Gusto Majeño. Basta arrimarse a la plaza de armas de Corire, allá en Castilla, y tomar para la ribera del Majes, bordeando la fachada de la Catedral de la Virgen del Carmen. Por aquella parte, el Majes no tiene nada de espectacular; más bien un cauce tranquilo, amplio aunque no excesivamente caudaloso. Cuando la pista se acerca al río, se abre dejando espacio franco para media docena de comedores populares concebidos para mayor gloria del camarón. Allí están, sin ir más lejos, El Buen Gusto, La Perla del Majes y nada más pasar el pequeño puente de troncos que cruza el río, el modesto comedor de El Gusto Majeño. Todos son restaurantes de quita y pon. Llegan en marzo, poco antes del comienzo de la temporada, y se desarman por completo en noviembre, cuando las crecidas del Majes amenazan su estructura. El río baja cada año más escaso de agua pero cuando empieza a rugir nada ni nadie puede resistir su empuje y los comedores, plegados como decorados teatrales, acaban repartidos por almacenes y galpones. Los restaurantes han vuelto con el final de la veda y con ellos los pescadores, que por aquí llaman extractores, por lo general vinculados a los comedores de la ribera concebidos como unidades familiares: la mujer se ocupa de la cocina y el varón se mete cada día en el río, con unas gafas de bucear enganchadas a la cara y una malla colgada de la espalda, a la altura de la cintura. Cada día y durante tres horas repite los mismos gestos: avanza doblado por la cintura, con la cabeza metida en el agua mientras levanta piedras en busca del camarón. Están sacando algo menos de un kilo por hora. Es poco si se compara con cifras de hace diez, quince o veinte años.

Ha pasado un año y medio desde que ocupé mesa en El Gusto Majeño de Víctor Bengoa para empujarme el mayor atracón de camarón que jamás había imaginado. Juro que fue sin querer; más bien fue culpa del idioma. Aquel día, en medio de una sobredosis de camarón, entendí que el castellano toma giros insospechados con cada vuelta del mantel. Creí haber pedido tres platos para compartir con otros dos comensales y la orden se interpretó como un pedido de tres platos por cabeza. Resultado: tres tortillas de camarón, tres raciones de chicharrón de camarones y tres chupes de camarones (suerte que no pedí postre). Nueve platos para tres; un hartazgo que me alejó del camarón durante un tiempo. Tampoco tanto; cuando la veda anda por medio, la vuelta a la mesa se ajusta a ritos y ritmos bien precisos y el camarón lo demuestra cada año. Incluso con la veda, finalmente respetada a conciencia en la vieja Lima y tan esquiva en la propia Arequipa, donde siguen ofreciéndolo a la vuelta de cada esquina, sin importar el momento del año. Quienes más deberían preocuparse por conservarlo, menor respeto le muestran.

El camarón es un producto de lujo que merece mejor suerte de la que recibe. También en tantos comedores peruanos que interpretan el chupe como un ataque contra una de las grandes joyas de nuestra despensa: cocciones tan largas e inmisericordes que convierten su carne en un bocado vulgar y desabrido. A cambio, he dado con propuestas tan geniales como las pinzas de camarón con agua de tomate del primer menú degustación de Astrid & Gastón o el cebiche que preparó José del Castillo en La Red. Platos que hacen brillar los ojos y justifican el fervor que provocan sus carnes.

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