La cocina peruana avanza enganchada al color de la bandera. Nunca había imaginado que un país pudiera definir su grandeza a partir de los aromas y sabores destilados en sus fogones. Ni siquiera la gran Francia, madre de casi todas las cocinas sofisticadas que un día fueron y aun hoy mandan en una parte del mundo. La revolución gastronómica peruana tiene mucho que ver con el orgullo patrio recuperado por buena parte de los ciudadanos; justo aquellos que ya no sueñan cada noche con amanecer en Miami. Levantaron su cocina como bandera y hoy hacen causa común a partir de ella. Un movimiento estimulante –incluso para quienes entendemos la patria como un hecho circunstancial, más definido por el lugar de nacimiento que otra cosa- que empieza a contagiarse en otros rincones de la región: Bolivia, Chile, Colombia, Panamá, Venezuela y Ecuador vuelven la vista hacia sus raíces culinarias en la misma medida que dan la espalda a esa cocina estilo remordimiento, llamada francesa por algunos y que tanto gusta a las gentes necesitadas de aparentar un refinamiento que nunca llegarán a tener. También aquí, donde cuentan que a punto de acabar la visita de los príncipes de Asturias al país, hace apenas dos años y medio, la princesa Letizia comentó que se iba con pena de no haber conocido la cocina peruana. Banquetes como el ofrecido por el entonces presidente Alan García, escondían lo local bajo el ropaje de la aparente sofisticación y el vacío que distinguen las cocinas sin alma.
El fervor popular en torno a la gastronomía no es algo nuevo en el mundo, aunque pocas veces se ha concretado de forma tan rápida y con tanta intensidad. Tampoco es frecuente encontrar un movimiento impulsado por tantas contradicciones. El Perú es un país que cita la cocina en cada vuelta de la conversación, pero en el que una parte importante de sus habitantes convierten cada comida del día en un ejercicio de supervivencia, casi siempre esquivo y lleno de incógnitas. Se lo escuché hace siete años a un cocinero español –el vasco Juan Mari Arzak- con quien coincidí en mi primera visita al Perú: “no se puede hablar de gastronomía en un país que pasa hambre”. Es posible hacerlo, aunque desde una perspectiva bien diferente, porque buena parte de esas gentes que viven entre privaciones son, precisamente, los guardianes de los productos que fundamentan la grandeza de los sabores andinos. Hablamos de gastronomía, aunque solemos negarle el acceso a quienes la hacen posible.
El otro asunto es más espinoso: hay tanto orgullo patrio en la cocina peruana que a menudo acaba ocultando su propia realidad. No deja de ser extraño que una cocina nacida de la tolerancia absoluta -concretada en el encuentro de las cocinas locales con las formas árabes, judías y castellanas llegadas con los españoles, imbricadas luego con influencias africanas, japonesas, chinas, italianas y francesas- se muestre hoy vestida con los ropajes de la intransigencia y el inmovilismo.
Para que la cocina peruana pueda aspirar a estar algún día entre las mejores del mundo debe entender que cada plato necesita evolucionar y adaptarse a los tiempos que le toca vivir; un ejercicio concretado hace tiempo por el cebiche y una tarea todavía pendiente para buena parte del recetario tradicional.
Para que el Perú llegue a estar algún día en el centro del paraíso culinario –tampoco estaría nada mal verla instalada en sus alrededores más cercanos- necesita recuperar el espíritu que la vio nacer, aceptar que sus señas de identidad se concretaron en el encuentro con cocinas muy lejanas, volver a tomar perspectiva y reflexionar para ponerla a la altura de su tiempo.