Palabras desgastadas

El Basque Culinary Center ofrece un curso de técnicas culinarias de vanguardia, que vienen a ser los tratamientos y utensilios ideados por los profesionales que cambiaron los ritmos de la cocina a punto de acabar el siglo XX y recién comenzado el XXI, y algunos más nacidos en los últimos años. Llegados a mitad del 2021, participan ya de la normalidad culinaria. Sacados de su contexto original, dejan de ser parte de lo extraordinario para apuntarse a las rutinas de la alta cocina y alguna descaradamente volcada en la medianía. Lo otro, lo que hay tras ellas no se puede enseñar. No hay manera de instruir a un cocinero para que sea iconoclasta, arriesgue hasta romper las normas, ponga en juego su carrera, invente nuevas reglas, rasgue el mantel hasta que los jirones muestren la cara oculta del plato, combine con éxito lo que nunca se había fundido en la mesa, aplique técnicas con fines distintos a los que antes tenían, discurra nuevas formas de tratar y procesar los alimentos, y tantas cosas que solo caben en los delirios de un profesional diferente. La vanguardia es una puerta que se abre a lo que nunca conocimos, a lo extraño y disonante. Que no se me enfade Joxe Mari Aizega, pero no hay manera de enseñar a concebir quimeras y trasladarlas a un plato. Se puede empujar a un cocinero a asumir riesgos, pero no hay manera de formarle en la rebeldía y la ruptura.

La vanguardia no se enseña. Estalla porque sí y muy de tarde en tarde, cuando uno o dos iluminados se atreven a mandar a paseo buena parte de lo que aprendieron y darle la vuelta al resto, transformándolo en algo nuevo; siempre extraño, siempre diferente. Se nos llena la boca hablando de vanguardia -es la etiqueta preferida-, creatividad, arte y artistas culinarios, sin pararnos a pensar en lo que significan. Mientras construimos este universo culinario que hemos querido hacer grande, ampuloso y sonoro -tal vez porque nos ayuda a sentirnos más importantes-, hemos desgastado las palabras, de tanto repetirlas, hasta borrarles el significado.

Nunca he creído en los cocineros artistas. No creo que lo sea Andoni Luis Adúriz, a quien José Carlos Capel presentaba como tal en uno de sus blogs, abriendo uno de esos gilidebates recurrentes en las redes sociales sobre el arte y los artistas culinarios; en el fondo, se trataba de ver quien tenía más cocineros de nombre almacenados en el saldo de la tarjeta de crédito. Más que un artista, Andoni se me antoja un intelectual dedicado a la cocina, que es algo muy diferente. Conozco pocas artistas en la cocina. Escrito así, en femenino y plural, porque el único arte que rescato aplicado a lo nuestro es el de esas cocineras populares que, armadas con un chusco de pan duro, una cebolla, dos dientes de ajo y otros ingredientes de fortuna, son capaces de ganar buena parte de las batallas que libran cada día en la guerra contra el hambre. De su mano, el apaño se transforma, ahora sí, en obra de arte. De los cocineros profesionales, por muy ilustres que sean, espero y exijo oficio, que no es poca cosa. Si además hay sentido común, sensibilidad y un poco de imaginación, es para hacer volatines.

Andoni es un intelectual y su cocina es el resultado de su forma de interpretar lo que le rodea, que tal vez sea su relación con el mundo, la vida, el comensal, el producto, el productor, el oficio del cocinero y la vida del restaurante, desde perspectivas que a muchos les quedan lejos. Por eso, Andoni también es un cocinero de vanguardia. Arriesga y cocina de una forma tan íntima y personal, que unas veces su trabajo -que viene de su capacidad para dar forma, olor, textura y sabor a un pensamiento- sintoniza con el cliente y otras no; su relación con el comensal recorre siempre el filo de la navaja. David Muñoz es otro de esos raros cocineros que integran la estirpe de los profesionales embarcados en hacer diferencias, abriendo caminos con su interpretación de la cocina y su forma de plasmarla. Acabo de comer en Diverxo y pienso en eso mientras vuelo de vuelta a Lima, recién acabado Madrid Fusión. David sigue dando golpes sobre la mesa. Pueden ser tan sonoros como la secuencia completa del bogavante, esas simples lenguas de pato con láminas de botarga, crujientes, suaves, sabrosas y salinas, o el descomunal dúo que forman su plato de guisantes con curry verde y emulsión de finas hierbas y la lengua con tomburi, galanga y leche de coco, que son capaces de ponerse a dialogar entre ellos hasta entonar la apertura de una sinfonía. Son su propio maridaje; no necesitan vino que acompañe. Y luego ese ravioli de cordero -la crepineta, crujiente, conteniendo la densa y cremosa suavidad de sus sesos- sorprendiendo un segundo y enamorando a partir del siguiente, y las angulas convertidas en pura espina, trastocando la textura, lo único sagrado que siempre distinguió al alevín de la anguila, en un plato que obliga a pensar; ando en ello desde hace dos semanas.

Hay pocos cocineros de vanguardia; tomar la decisión que exige y acabar la aventura con buen pie es privilegio reservado a la minoría. Están ellos dos, los líderes de Disfrutar, el Jordi Roca, convirtiendo cada fantasía en un postre, y… no sé. Me hablan de lo últimos trayectos de Ricard Camarena, pero no los conozco ni por fotos, y de lo que he ido viendo por el mundo, me gustaría seguir la trayectoria de Colagreco para ver hasta donde le lleva su recién estrenada relación con las fases de la luna. Y se acabó.

Capel, otra vez José Carlos, levantó una tremenda polvareda hace once años en Lima, después de un viaje a Mistura. Una revista local le preguntaba sobre el estado de las vanguardias culinarias del país. “¿Qué vanguardias?”, respondió Capel, “en Perú no hay cocina de vanguardia”. Once años después, seguimos buscándola, aunque un venezolano llamado Juan Luis Martínez puede estar abriendo al fin una puerta desde Mérito (Barranco), la cocina más estimulante de la capital, obligada a avanzar contra los elementos; brilló en Madrid Fusión y los medios locales, encelados en glorificar los cuatro nombres de siempre, han tenido a bien silenciarlo. En América Latina, los cocineros de vanguardia se cuentan… con un dedo de una mano. Por ahora, el único profesional que juega en ese terreno es Rodolfo Guzmán (Boragó, Santiago de Chile). Veremos qué pasa después de la pandemia, pero pocos cocineros han sido tan poco entendidos y respaldados en su propio país; demasiado brillante para un mercado tan propenso a enloquecer con la mediocridad.

Hoy, llamamos vanguardia a cualquier muchacho que monta flores, purés y láminas crujientes con cierta soltura, sirve las aves con la garra pegada a la carne o aplica el Josper lo mismo a un cucharón de caviar que a un arroz con calamares. O ni siquiera eso. El otro día presentaron como vanguardista a un mocoso neoyorquino que laminó fresas de varios colores y las condimentó antes de adornarlas con flores. Eso sí que fue una provocación.

Sobre lo de crear, ya lo dijo Maximin y lo repitió Adrià hasta que dejaron de escucharle: “crear es no copiar”; es decir, no versionar. Lo de hoy es más bien recrear, que consiste en cambiar la cara de lo que llevamos años comiendo: puro cambio de vestuario.

 

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