Prejuicios

La discriminación en las cocinas se muestra en el disfraz del cocinero

Pisé mi primer itamae de verdad hace casi 20 años, junto al mercado de pescado de Tsukiji. Fue una noche excitante. Había aterrizado en Tokyo unas horas antes y recién caída la tarde ya estaba sentado ante la barra de en un local desprovisto de cualquier adorno: ni mesas, ni vajilla, ni manteles. La primera sorpresa y una de las grandes lecciones del viaje fue ese restaurante. Los bocados se dejaban directamente sobre una repisa estrecha instalada por encima de la barra. Todo se manejaba y se servía con las manos desnudas. Nunca había visto una propuesta como esa; tampoco había encontrado unas manos tan limpias. Pasé la noche más pendiente de las manos que preparaban la comida que de la propia comida.

El encuentro con Lima, unos años y cientos de comidas después, resultó muy diferente. No fue fácil encontrar cocinas abiertas a la vista. Cuando dimos con una, en lugar de manos desnudas mostró cocineros vestidos con doble gorro –uno como de cirujano debajo y otro de tela sobre él-, mascarilla ocultando la boca, delantal, chaquetilla blanca y guantes de látex. Como si se hubieran calzado un preservativo de cuerpo entero, apenas agujereado para liberar los ojos, las orejas y la nariz. Nunca había visto nada igual.

El tiempo y la razón han cambiado la tendencia en la mayoría de las cocinas que se muestran al comensal: Central, Fiesta, La Barra de Astrid & Gastón, La Picantería… A veces usan guantes, pero allí no se ven mascarillas o dobles gorros; a menudo ni siquiera hay gorros. Me parece bien. No recuerdo haber encontrado un pelo en el plato en ninguno de ellos. El último que sufrí llegó en un local que vestía a sus cocineros como si fueran un virus del que la comida y el comensal debían mantenerse a salvo.

La apariencia del cocinero cambia definitivamente cuando la cocina se traslada al set de televisión. Hace años que no veo a Gastón Acurio cocinar con chaquetilla y nunca lo vi con gorro de tela o guantes de látex. A nadie le extraña ni le molesta -nadie lo espera, tampoco- encontrarle sin mascarilla o gorrito plástico. Lo mismo sucede en los canales gastronómicos del cable o en los programas locales. El doctor Jekyll se transforma en mister Hyde cuando hay cámaras delante.

A la mayoría nos parece normal. Damos por supuesto que el cocinero no necesita travestirse para mostrarse fiable: es un tipo educado, limpio y aseado. Pasó el tiempo en el que la sociedad despreciaba a quienes le servían en el restaurante. O casi, porque en esta Lima tan propensa a saltar hacia el pasado todavía se levantan voces que añoran el viejo disfraz. Siguiendo la estela de los prejuicios de ‘esos’ clientes, algunas empresas descartan un trato digno para sus empleados.

No podemos ignorarlo. Esta es una historia que se maneja entre prejuicios: habla de dignidad y respeto. El pequeño universo de la cocina limeña se divide en dos. De un lado, los cocineros exitosos, su equipo de confianza y los ‘stager’ –practicantes que llegan de medio mundo- y, del otro, el de los ayudantes locales y los trabajadores que ocupan los escalones más bajos del escalafón. Todos festejamos que los primeros vistan como quieran. Casi nadie ha pensado por un momento en la dignidad de los segundos.

Esta no es una historia de blancos y cholos. No creo que la discriminación -tan real y tan aireada en este Lima del siglo XXI- venga de la diferencia de razas, sino del estatus económico. En las cocinas se mide por la posición que ocupas en el escalafón y se muestra en el disfraz con que te marcan.

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