La cocina imaginada

El mundo de la cocina vivió bien tranquilo hasta mediados de los años 70 del siglo pasado. Nada ni nadie había amenazado la estabilidad durante los doscientos años anteriores, cuando estuvo regida por los principios marcados por un recetario definitivamente reglamentado. El paisaje de la alta cocina se mantuvo casi inalterable durante un largo periodo en el que se sucedieron dos personajes que dejaron todo atado y bien atado, Carême y Escoffier. La primera gran referencia de la alta cocina europea fue Marie-Antoine Carême, sucesivamente cocinero de Napoleón, el Zar Alejandro I, Jorge I de Inglaterra y los Rostchild (tal vez fuera, además, el iniciador de la saga de los cocineros viajeros). A Carême se le considera el creador de la ‘haute cuisine’, la gran rama culinaria que marcó el rumbo de las grandes mesas occidentales tras la revolución francesa. Lo suyo eran el rigor y el peso de las presentaciones alambicadas.

Augusto Escoffier llegaría un siglo después para trastocar una parte de lo establecido. El autor de ‘Ma cuisine’ se esmeró en poner al día el estilo barroco y recargado de Carême. También fue creador culinario –se le adjudica la invención de los melocotones Melba y los canelones Rossini, en homenaje a dos figuras de la ópera-, pero su impulso dejó huella en algunas cosas más importantes: transformó la estructura de las cocinas, dejándolas distribuidas por partidas, dio relevancia social al cocinero y cambió el orden del servicio, plato a plato, en lugar de disponer todo a la vez sobre la mesa (a la francesa), como se hizo hasta entonces.

La alta cocina se regía por principios férreos y prácticamente inmutables, definidos en un compendio de recetas y salsas que se repetían casi eternamente, con los únicos cambios obligados por los productos de temporada. Fue así hasta que la llegada de la ‘nouvelle cuisine’, casi setenta años después, redujo el formato de los platos, aligerando al tiempo las salsas y los puntos de cocción. Lanzada al mundo por Paul Bocuse, no pretendía mucho más, pero abrió la puerta de la creatividad culinaria, expresada al máximo nivel con la ‘nueva cocina vasca’.

Corrían los años finales de los 70, las cocinas vivían momentos particularmente inquietos y nadie sabía nada de un cocinero llamado Ferran Adrià. Ni siquiera él mismo. Por entonces no había ingresado en el ejército para realizar el servicio militar obligatorio, que fue donde pisó su primera cocina profesional. Fermi Puig le llevaría a El Bulli en el 83, en el 85 compartía la jefatura e cocina con Christian Lutaud y poco después quedó solo para instalarse en terrenos jamás transitados por la alta cocina. Primero llegaron los guiños a la cocina popular, abriendo espacios para la parrilla o el aceite de oliva, vetados por el clasicismo culinario y relegados al recetario tradicional. Después, la gran transformación, con el desarrollo de tendencias y la investigación como valor culinario. Allí nacieron conceptos, técnicas y útiles culinarios que han definido la cocina de las dos últimas décadas.

El gran valor del trabajo de Ferran Adrià está en haber elevado la creatividad a su máxima expresión. Durante más de una década, su restaurante lanzó al mercado una propuesta culinaria completamente diferente, novedosa y arriesgada, en cada temporada. Ciento cincuenta platos rompedores, llamativos, a veces extraños y otras fascinantes que plantearon la cocina en una nueva dimensión.

Con Adrià la cocina dejó de ser aprendida, fruto de la repetición sistemática de fórmulas, técnicas y tratamientos, para pasar a ser imaginada; una búsqueda constante de quimeras casi imposibles. Perseguían un sabor y trabajaban hasta alcanzarlo. Nada volvió a ser igual en el mundo de la cocina. Para nadie. Ni en la alta cocina ni en las otras.

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