Cazadores sin caza

Me gusta la caza. Empecemos por lo primero y confesemos la verdad: soy culpable. Aún más culpable que eso, porque mentí al principio. En realidad, me fascina la caza. Podría hablarles de cien aves diferentes, de caza de pelo y de pluma, de caza mayor y menor, de temporadas y vedas, de tipos de muertes y sus consecuencias en el sabor de las carnes, de cocineros, formulas, cocinas, comedores y sabores. Pregúntenme por la caza y les contaré de becadas y becacinas, cercetas, patos azulones, perdices rojas o nivales, zorzales, codornices, torcaces, pichones, hortelanos, avutardas o urogallos, de liebres, conejos de monte, ardillas y otros roedores, de jabalíes y jabatos, de corzos, ciervos y gamos. Les hablaré del sabor profundo y serio de sus carnes, de la importancia del lugar que ocupe la sangre en el plato –no es tontería; tiene su explicación-, de la falacia del faisandage, del papel de los vinos en la cazuela y de unas cuantas cosas más. No soy un experto, pero procuro saber lo que como y en que condiciones lo como. Y me fascina la caza. Lo repito por si alguien no lo entendió al principio.

Soy cazador de mesa y mantel. Vivo el embrujo de la caza, pero nunca disparé un arma más allá del tiro al blanco en las ferias de mi pueblo. Dos veces tuve una escopeta de caza en la mano y allí quedó, sin estrenar. Me espantan tanto las armas como quienes las utilizan, pero me gusta la caza. ¿Qué quieren? Cada uno vive sus contradicciones a su manera. Me encanta comerla. Cuando vivía en mi otra tierra llegaba a mediados de agosto con los nervios a flor de piel. El día 15 empezaba la media veda de la codorniz y a partir de ahí se abrían, quincena a quincena, mes a mes, ventanas que engrandecían los horizontes de muchas cocinas.

Amo tanto la caza, que no comería una especie prohibida ni una pieza cazada un día antes o uno después de su temporada. Todos los que compartimos esta querencia sabemos que sin regeneración no hay futuro. De aquel lado del mundo, la caza es una industria que genera cientos de millones cada año. Está regulada y garantiza la supervivencia de las especies, como sucede con la pesca. Algunas especies se reproducen en cautividad y se reintroducen en el monte. En ambas actividades se sacrifican animales. De forma diferente a como se hace en un matadero, pero el resultado es el mismo.

En esta otra parte del mundo encontré la diferencia. No es fácil hablar de caza en un país que ignora su existencia, aunque la viva cada día y esté acostumbrado a contemplarla sin verla. O tal vez la vea, pero prefiera mirar hacia otro lado; o no hacerse preguntas, que viene a ser lo mismo. Un paseo por el mercado de Belén, en Iquitos, muestra el lado más oscuro de la historia. Especies prohibidas como la tortuga, el mono, o el lagarto el negro se muestran entre la indiferencia general.

Más simple. Bajen a un restaurante de la selva y repasen la carta: zajino, venado, majaz (zamaño)…, animales que nadie cría y son cazados sin control hasta acercarse al borde del exterminio. Tanto, que los restaurantes sirven chancho en lugar de zajino y carne de res por venado. La selva se va quedando poco a poco sin habitantes, sin que a nadie parezca preocuparle. Como si la supervivencia del medio natural no mereciera un poco de atención. Bastaría con que los cocineros dejaran de servirla y usted que me lee no volviera a comer esas carnes, al menos hasta que la caza esté regulada.

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