Dos manzanas que ya son de la familia
Cada manzana era casi igual a la otra. Mostraban un color rojo oscuro, brillante y llamativo, con los dos polos y parte de un lateral ligeramente jaspeados de amarillo. Nos encontramos al pasar por el espacio que en Wong reservan para las manzanas fichas. Tan bellas, tan perfectas, casi insinuantes, como si me miraran entornando los ojos y sonriendo… y además eran de importación. Lo decía bien claro el cartel que las distinguía en la sección de frutas: manzanas rojas de Chile. En realidad, la variedad se llama Fuji, pero la desinformación no me achicó. No pude resistirme. Por un día, le fui infiel a María Elena, mi frutera de Surquillo, y me llevé dos kilos a casa.
Eso fue mediado el mes de julio. Lo recuerdo porque sucedió justo antes de viajar a Panamá. Dejé las manzanas en el cesto de la fruta y las perdí de vista hasta una semana después. Me saludaron a la vuelta, frescas y radiantes como el primer día. En la primera prueba entendí que no se iban a dejar comer sin prestar resistencia. Era una fruta acorazada, con la piel como un caparazón y un peculiar sabor cerúleo. La pulpa era dura, resistente, crujiente y tirando a sosa.
Terminó julio, llegó agosto y fueron quedando en el cesto. Al principio, exhibiendo en primer plano su potente colorido, para irse viendo relegadas, poco a poco, por otras frutas. Paltas, mandarinas, melocotones… Un día sufrieron la humillación de ver la vuelta de mis manzanas de siempre y luego otra aún más terrible: la de comprobar que pasaban sobre ellas. Las mías son manzanas Golden, grandes y poco lucidas. La piel es entre amarilla y verdosa, apagada e irregular. No servirían para engañar a Blancanieves y dejarla levitando a la espera del reportaje en ¡Hola!, pero tienen la carne firme, jugosa y descaradamente aromática. Se pochan en una semana y a veces debo comerlas con urgencia, pero su presencia llena mi cocina del olor y la luz que destilan los manzanales de Mala. María Elena suele tenerlas medio escondidas en el mercado, como si quisiera hurtarlas a la vista de los no iniciados.
Durante un tiempo, las Fuji hicieron amistad con unos tomates pera (suelo dejarlos en el cesto de la fruta en un vano intento por conseguir que maduren). Fueron días bonitos y alegres, aunque la relación apenas duró cuatro semanas; los tomates no maduraron, pero tampoco aguantaron más.
Pasó octubre y, a punto de acabar noviembre, todavía quedan dos. A estas alturas son como de la familia; el roce hace el cariño y me apena pensar en comerlas. Hace unos días las trasladé a mi mesa de trabajo. Tienen más luz y con ellas delante me siento más acompañado. Pensé que el cambio les vendría bien, pero esta mañana he visto que empezaban a perder brillo. Parecían tristes; la piel ya no tiene la alegría de siempre y las noto apagadas. Creo que están sufriendo por esta primavera que no llega nunca. Seguro que se reponen en cuanto llegue el verano. Necesitan unas buenas mañanas de sol.
Las preguntas se amontonan mientras veo mis dos últimas manzanas, instaladas junto al jarro de la menta, a un lado de la computadora, y pienso si algún día seré capaz de separarme de ellas. ¿A qué edad mueren las manzanas? ¿Se puede adoptar una manzana? ¿Hay diferencia de géneros en el manzanal o todas tienen el mismo sexo? ¿Puede una manzana guiñarte un ojo? ¿Tiene ojos? ¿Qué parte de la manzana es cabeza y qué parte poto? También podría preguntarme qué es toda esta basura que nos dan para comer, pero sería aún más tonto: conozco la respuesta.