Una epifanía culinaria

Arequipa brilla cada día más en sus cocinas, mostrándose con una fuerza que pocos están siendo capaces de entender. No tengo la menor duda. Arequipa es la referencia, por encima de cualquier otra cocina que conozco en Perú; ni siquiera la limeña resiste la comparación. Llegó el momento de tocar fibras sensibles, dejando atrás deseos y querencias para afrontar a la realidad. Arequipa es el referente de nuestras cocinas, el emblema que deberíamos mostrar al mundo cada vez que salimos del país y cuando recibimos invitados. Da igual que me hablen del norte como del sur o el centro, no importa que sea en la sierra, la selva o el altiplano. No conozco otra cocina del Perú que esté a su altura. Arequipa encierra un tesoro que Promperú debería mostrar al mundo, convirtiendo sus cocinas en el emblema de nuestra gastronomía.

El primer aviso me llegó hace tiempo, nada más pasar las puertas del Mercado de San Camilo, un edificio amplio, casi monumental, muy diferente a lo que acostumbro encontrar en mis viajes por el país. Es un mercado de otro tiempo. O de otro lugar. Ordenado y emocionante, muestra los terrenos en los que se manejan las cocinas locales. Los mercados son los escaparates que exponen el estado de las cocinas y este reúne, ofrece y resguarda algunas de las querencias más felices de la gastronomía local. El culto por el producto, el cuidado en las presentaciones, la vigencia de las tradiciones y el respeto por las producciones de la región recorren los pasillos del mercado, tejiendo entre sus puestos una trama que sienta las bases de una cocina llamada a manejarse entre las grandes. También muestra la progresiva desaparición de algunos productos, dejando claro que algunas señas de identidad de la cocina arequipeña se asoman, hoy mas que nunca, al borde del abismo.

Arequipa me abrió la puerta a un paisaje culinario diferente que se me enganchó al alma y la memoria desde el primer plato que probé en una picantería. Me dicen que son más de cuarenta y pude ver personalmente que hay de todo, unas muy buenas y otras no tanto, pero de su mano empecé a encontrar lo que no había vito en otros lugares: una cocina hecha y derecha, compacta, desarrollada y depurada, con pocas fisuras y mucho que mostrar.

La diferencia no está tanto en el recetario local o los productos que definen las despensas como en la forma de afrontar la relación con la propia cocina. La grandeza se concreta en los tránsitos seguidos por un recetario popular que llega a la mesa después de pasar por el tamiz de las cocinas acomodadas. El trayecto transforma los platos en guisos de domingo, dotándolos con unas dosis de refinamiento y sofisticación que los hacen destacar. Creo que es ahí, en el gusto por la evolución y el respeto por el sabor, donde nace lo que la distingue.

Todo trasluce en el escaparate de las cocinas picanterías para extenderse luego a otros frentes. El de la cocina más refinada, representada por Chicha –espléndido trabajo el que hacen con el recetario local-, o los nuevos comedores que nacen buscando la diferencia, como el de El Garage y sus llamativos sánguches. Todo está ahí. En los mil giros que puede tomar el escribano, en la celada de camarones y el sivinche, en las torrejas de camarones o en las versiones más humildes, hechas sólo con cebolla. También en guisos que muestran caminos tan felices como el del adobo, el pato almendrado, las preparaciones a base de chuño molido, el cauche, los chupes o los locros, convertidos en un canto a la huerta characata y los sabores de temporada. Un festín interminable.

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