Una almendra para cambiar la Chiquitania

La Chiquitania se presenta como la pieza perdida de un rompecabezas. Sabes más o menos por donde está, leíste sobre esta tierra y te haces una idea del lugar que debería ocupar, pero no tienes realmente claro qué vas a encontrar, como es aquello. Saliendo de Santa Cruz hacia el vértice de la frontera con Brasil, en la región amazónica, me cuentan del descomunal bosque seco tropical de los chiquitanos, el mayor de Sudamérica y entre los mayores del planeta, o de las misiones del barroco amazónico a las que, me dicen, debo prestar atención. Paso a paso voy encontrando los cultivos de girasol, las granjas menonitas, las descomunales fincas ganaderas que se abren a los lados de la pista, mientras me adelantan de escuelas de música inverosímiles, de medio millón de cabezas de ganado, de la inmediatez del bosque amazónico y los restos del Mato Grosso. Nada puede prepararte para lo que espera, mucho menos para la almendra chiquitana la joya del bosque seco tropical.

La misión de San Javier se desvela como una quimera en un medio extraño. Con tejado a dos aguas, construida en madera, policromada con las formas lineales, suaves y armónicas que luego veré repetidas en la ruta, cada vez con menos adorno, acercándose a la elementalidad conforme avanzo hacia Santa Ana. Se construyó en 1961, la de Concepción, en 1709, San Ignacio data de 1718 y Santa Ana, la más reciente, en 1755. Hay siete misiones más y todas son barrocas, aunque de una manera extraña, como primitiva, casi ingenua, emocionante.

Santa Ana se revela a media tarde. Primero el perfil de las casas y luego la silueta de una iglesia de una planta, también con tejado a dos aguas, igualmente construida en madera aunque las rotundas columnas se ilustran con imágenes tribales, en lugar de motivos geométricos, y todo resulta más rústico.

Y en el medio de la nave, una orquesta de jóvenes tocando violines, chelos y algún instrumento de viento.

Estamos a doscientos kilómetros de Brasil, en tierra que parece de nadie, aunque no queda una sola hectárea sin dueño. Es territorio de haciendas ganaderas; los cercos rotulan los campos y los pastizales, a veces baldíos, haciéndose espacio en el bosque seco. Crían sobre todo vacas nelore blancuzcas y jorobadas. Calculan 520.000 cabezas rumiando en esta parte de Bolivia, mayoritariamente vacas -los machos no están bien vistos-, que van al sacrificio con tres años y medio.

Tienen un corte, la giba, que merece atención. Le dicen jiba aunque la Real Academia no se de por enterada (americanismo, egregios) y es uno de esos cortes que hacen la diferencia; infiltrado de grasa, de crecimiento sosegado y sin exigencias… pero no aparece en los asadores del desapego por la carne local. Puede que la culpa sea de la preferencia que le muestran las cocinas populares. Se anuncian y se sirven en comederos callejeros como La Pionera: pacumuto de jiba, jiba enbrochetada. Los cortes tiran a tiesos, aunque los que han tenido contacto directo con la brasa (asados, no cocidos) muestran una notable untuosidad. Con veinte o treinta días de reposo y una buena brasa, viva y copiosa, estaría cerca de parecer mantequilla.

Diego Alcántara la presenta tratada como un jamón en el buffet del desayuno del Hotel Los Tajibos. El jamón de jiba del beniano Franklin Gushi, en Dossier, ha ido mucho más lejos. El corte es fino y sabroso, casi translúcido, la carne veteada con hilos de grasa. Denme más.

La jiba de la vaca nelore es una promesa que prospera alrededor de la almendra chiquitana, una realidad que apenas se ha relevado. Me la muestran Martin Rapp, alemán naturalizado, y Susi Jiménez, chiquitana de pura cepa, en su hacienda, Sunima, junto a San Ignacio. La almendra chiquitana es la semilla que contiene el fruto leñoso de una leguminosa catalogada como Dipteryx alata. Las portan árboles descomunales y hay que esperar a que caiga para recolectarla directamente del suelo. Tiene el tamaño de un kaki, cubierto por una piel rígida entre marrón y anaranjada. El fruto contiene una almendra alargada, de contorno redondeado. Es un fruto endémico que también crece en una franja de terreno del país vecino que termina en Brasilia.

Carmen Tomichá Manaca dirige el trabajo de Victoria y Carmen en la manipulación de la almendra, aplicando gestos repetidos durante miles de años por el Pueblo Indígena Chiquitano. La cocinera cruceña Camila Lechin (Hapo, Santa Cruz) se une al grupo de Victoria para ayudarles a pelar las almendras, que llevaban un rato en agua, antes de hacer pruebas de tostados con y sin piel, o salteándolas con especias y sal. Victoria y las dos cármenes preparan una sopa siguiendo la receta de la de maní, y luego la base de un picante de pollo -una pasta densa y sabrosa que obliga a soñar con más- una huancaína y un postre a medio camino entre la natilla y la crema inglesa. Tiene futuro.

El pueblo chiquitano utiliza tanto el árbol como la semilla, la almendra chiquitana, como argumento en favor de la conservación del bosque seco. La recolección y venta de la almendra ayuda a frenar la deforestación que traen la ganadería y la agricultura intensivas. Poco a poco me voy adentrando en el terreno que suelen asignar a los llamados súper alimentos (superfoods para los cosmopolitas). Esta variedad de almendra contiene mayor porcentaje de proteínas (30 % del peso total), menos calorías y un mayor contenido de fibras y antioxidantes que el maní y las nueces. Además, proporciona triptófano, un aminoácido esencial que estimula la producción de serotonina, ayudando a regular el ánimo y generar sensaciones de bienestar y relajación. Cada semilla encierra un doble tesoro: su gran riqueza nutricional y la magia cultural de un pueblo comprometido con su hábitat.

Susan y Martin han plantado 6500 almendros en unas tierras que ya alojaban otros 3500 que vinieron con la finca.  En total diez mil árboles almendreros que ocupan cien hectáreas en una apuesta con varias miradas. La primera es económica aunque arriesgada. Es una apuesta de futuro: el primer año de vida proporciona un kilo de semillas, pero no alcanza la meta final -140 kilos de frutos y 10 de almendra- hasta que cumple catorce años. La segunda es la investigación: para encontrarle los límites culinarios, para buscar salida al fruto leñoso, para conocer el comportamiento y las posibilidades de la almendra y para desarrollar productos elaborados que aporten valor añadido al productor y al recolector. Miles de familias viven hoy de la recolección. Finalmente, para ser el modelo para otras actividades también estacionales, como la recogida y procesamiento del fruto del guapomó y otras variedades locales, en peligro de desaparición.

Este año se han pagado 40 bolivianos por kilo (5,79 dólares) que son 35 si llega troceado. Los revendedores duplican directamente el precio. Un acopiador local de café ha entrado al negocio y vede a 80 bolivianos.

Susi y Martin apostaron por el almendro hace unos años. Les gusta que sus vacas disfruten la sombra de árboles frondosos y convivan con ellos, además de tener argumentos añadidos -proteger los nuevos árboles, recién plantados- para la rotación de pastos que enmarquen un modelo ganadero sostenible. Plantan dos mil árboles anuales y deben protegerlos de las vacas hasta que sean adultos. Pueden convivir con ellas mientras abunda el pasto, pero cuando ralea se convierten en objetivos prioritarios del rumiante. También lo emplean para reforestar áreas de bosque seco. El almendro es un arma de futuro.

Y finalmente está la música. Santa Ana es un pueblo misional. Casas de una planta con fachadas rojas como el suelo, con galerías soportadas por pilares de madera labrada, una descomunal plaza de armas y sin letreros que anuncien negocios. No se escucha un auto. La paz es absoluta hasta que la orquesta empieza a sonar en la nave de la iglesia. Es un ensayo de la escuela de música local. Hay una veintena larga de muchachos y ensayan piezas barrocas para una próxima gira por España. La sorpresa encierra otra mucho mayor. Santa Ana tiene 1200 habitantes y entre ellos hay 112 músicos con instrumento propio; la mayoría violines. Forma parte de la provincia de San Vicente: unos 25.000 habitantes y 500 violinistas. Cada pueblo tiene su escuela de música, que se financia de muchas formas. La de santa Ana tiene el respaldo de la Fundación Flades. Cada año celebran un festival de música barroca que recorre las once misiones barrocas del trayecto.

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