Transgénicos, cocina e identidad nacional

El gobierno peruano ha decidido abrir la puerta del campo al cultivo de transgénicos. El legado de Alan García persigue la eternidad; de continuar así será recordado –y sufrido- por varias generaciones de peruanos. Es el mismo gobierno que mantiene la prohibición de exportar la papa andina. Una condena a la miseria para miles de campesinos a cambio del dudoso orgullo de ser los únicos productores del mundo. El padre de mi amigo Victoriano vivía con una cosecha de 100 kilos al año -50 para vender y otros 50 para comer- hasta que descubrió los secretos de la cría y venta de corderos de leche para restaurantes de lujo. Decenas de miles de campesinos peruanos no han tenido la misma fortuna.

Continúan a la espera de que el gobierno –cualquiera que sea; ni este ni el anterior ¿tal vez el siguiente?- abra vías para la salida de la papa al mercado exterior y sea capaz de crear sellos de calidad –según el modelo de las denominaciones de origen europeas- que promocionen su origen, defiendan sus señas de identidad y multipliquen su valor hasta llegar a cotizarse, como lo hace su hermana la papa canaria –la única descendiente directa de la papa andina en el mundo- en los mercados españoles, por encima de los 35 dólares por kilo. Me emociona imaginar un día en que la papa se convierta en modelo de desarrollo en lugar de recurso de subsistencia.

Lo mismo podría suceder con la yuca, el camote, el olluco, el choclo, el cacao o los ajíes. Tal vez ocurra con el mango, la palta, el maracuyá, la granadilla o la lúcuma. También imagino cómo sería un mundo en el que la selva amazónica pudiera crecer y al tiempo ser explotada de forma sostenible, estimulando el cultivo del aguaje, el camu camu, la cocona, el macambo, la yarina, el pan de árbol o la cría en piscigranjas del paiche, la gamitana, la doncella o la carachama. Ferrán Adriá pronosticaba hace un par de años que la tercera revolución culinaria llegaría del Amazonas, justamente el día en que los peruanos fueran capaces de cultivar lo que hoy recolectan, extendiendo la superficie de la masa forestal al tiempo que provocarían la mayor transformación culinaria conocida desde el descubrimiento. Cientos de especies fluviales desconocidas, decenas de hierbas, hortalizas, frutas y especias apenas empleadas por un puñado de cocineros peruanos, saltarían a los mercados de todo el mundo, transformando la esencia de muchas cocinas.

Adriá nunca ha estado en Perú –llegará por primera vez a comienzos de septiembre- pero en la distancia intuye lo que muchos peruanos se empeñan en ignorar: el gran tesoro culinario del Perú no está tanto en sus platos –por monumentales que sean- como en los insumos que produce. Entre la papa y los ajíes, el choclo y el sachaculantro, el paiche y el camu camu crecen las señas de identidad de la cocina peruana.

El futuro del Perú y su cocina se juega en buena parte entre la región amazónica y la cordillera andina. De lo que allí se haga dependerá el modelo de desarrollo. Y eso implica una decisión drástica: transgénicos o desarrollo sostenible. Monocultivos y poder para los que siempre la tuvieron o biodiversidad, distribución de la riqueza y consolidación del crecimiento de la cocina y la sociedad peruanas. Brasil ha demostrado, convirtiendo su cuenca amazónica en un vertedero, que no hay lugar para la coexistencia.

El asunto de los transgénicos no es tanto una cuestión sanitaria –que también lo es- como de identidad nacional. Me extraña que casi nadie se lo plantee en un país que invoca la patria en cada gesto.

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