Tiempo para la cocina

Me llego hasta Arequipa para celebrar las cocinas patrias allí donde más sentido le veo. No entiendo una forma mejor. Esta ciudad y sus alrededores conforman el destino culinario soñado por cualquiera que afronte la cocina desde una perspectiva gozosa. También es el espejo en el que deberían mirarse otras cocinas populares, empezando por la limeña. En cada encuentro con esta tierra doy con todo lo que busco en los fogones del Perú y que tan esquivo me resulta en otros lugares: la puesta en valor y la exaltación de las tradiciones populares, la recuperación de los recetarios burgueses que travisten las recetas más humildes con los ropajes del refinamiento, hasta convertirlas en una criatura nueva y diferente, o el respeto que aplican a su relación con los productos de la despensa tradicional. También están el trabajo, el entusiasmo y el compromiso con que se emplean las picanteras, un nutrido grupo de mujeres que hasta hace bien poco ocupaban los lugares más bajos del escalafón culinario y hoy, orgullosas de su cocina y de su humildad, levantan la bandera de la mejor cocina del Perú.

Mientras la fiesta culinaria peruana cobra cuerpo en esta ciudad, la mayoría de nuestras cocinas regionales siguen medio escondidas en sus reservas familiares, a la espera del momento propicio para mostrarse en toda su grandeza. Puede que todavía no haya llegado la hora. Este asunto no depende sólo del entusiasmo de una generación o un grupo de personajes destacados o reconocidos; más bien es el resultado del momento económico y social que vive el país. Los recetarios cobran vida y se consagran definitivamente cuando se muestran en publico. Los restaurantes son así la pieza clave del entramado gastronómico, la ventana por la que se muestran al mundo y el único espacio posible para definir, perfilar y hace crecer las cocinas.

La cocina peruana avanza enganchada al color de la bandera. Ha sido y aún es uno de los argumentos determinantes, si no el principal, en la reivindicación del orgullo patrio y la definición de las señas de identidad que acompañan a la sociedad peruana en el camino hacia el futuro. No conozco otro lugar donde haya sucedido algo parecido. También es una suerte de milagro en un marco tan poco propicio como el que se vivía hace diez o doce años, cuando se concretó el fenómeno culinario del Perú, definido en medio de la precariedad social, la desigualdad y la pobreza.

Es imposible hablar de la consolidación y la extensión del milagro de la gastronomía peruana sin contar con el crecimiento económico y el desarrollo social del país.

No es fácil tener restaurantes sin una clase media que los ocupe y permita su pervivencia. Los turistas que llenan algunas de nuestras ciudades –sobre todo Cuzco, Lima o Arequipa- no son ni mucho menos la solución definitiva; en todo caso un simple remedo. Aseguran la rentabilidad de un buen número de restaurantes y la estabilidad de muchos otros, pero pocas veces favorecen su crecimiento o el desarrollo de las cocinas. Son clientes ocasionales que permiten trabajar más allá de los compromisos –con la propia cocina, la despensa, el respeto de las temporadas naturales de los productos….- imprescindibles para estimular el progreso y asegurar la consolidación de nuestras cocinas. Lejos de ser una realidad exclusiva de los comedores medios alcanza también algunos de nuestros restaurantes más nombrados.

El futuro esta ahí, al alcance de la mano, esperando a que seamos capaces de hacerlo nuestro, pero no llegará en seis meses ni en tres años. La tarea de consolidar y extender el milagro de la gastronomía exige una clase media sólida y eso no se improvisa en una década. Necesitamos un tiempo que muchos no quieren darse; la ansiedad que a menudo aplicamos a nuestra cocina puede acabar empañando su destino. Los delirios de grandeza nunca fueron buenos compañeros de viaje. Tendremos que esperar una o dos generaciones más para cerrar el camino. Mientras tanto, el panorama culinario se maneja en los dos extremos del espectro: la alta cocina de Lima y los comedores populares de Arequipa. Entre unos y otros queda el inmenso vacío que deben ocupar los comedores medios. De ellos depende nuestra normalidad culinaria y para tenerlos necesitamos tiempo y trabajo, mucho trabajo.

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