Recetarios al sol

La cocina cambió para mí el día que tiré mi primer recetario por la ventana. Con el tiempo se demostró como un gesto definitivo para entender lo que como. Aquella mañana debió registrarse en otro periodo geológico, tal vez en los últimos días del pleistoceno, pero la tengo bien presente en la memoria. Preparaba un guiso de buey con aceitunas, repitiendo los pasos marcados en una colección de pequeños recetarios que había ido comprando para ayudarme en la cocina, y aquel guiso me tenía obsesionado. La primera vez que seguí la receta acabé con la boca bailando y brillos en los ojos; una experiencia memorable y también un espejismo. El éxito no volvió a repetirse. Replicaba los pasos con cuidado, ajustaba los tiempos de cocción y medía los ingredientes, pero algo andaba mal. Unas veces la carne quedaba seca y otras pastosa, con los sabores desdibujados o demasiado forzados. No volví a encontrar la textura gelatinosa, el sabor elegante o los matices aportados por unas olivas cuidadosamente elegidas: mitad verdes, mitad negras.

Hice un último intento antes de volver a instalarme en el desastre. Acepté lo evidente y calibré las alternativas: el recetario o yo. Culpé al recetario justo antes de lanzarlo a través de la ventana hacia el fondo del patio, donde quedó abierto por la foto del chantilly hasta que dejamos aquel apartamento. Para entonces, tenía mucha compañía. Otros recetarios siguieron el mismo camino, hasta transformar el patio vecinal en un escenario delirante y más bien kitsch.

Comprendí entonces que los recetarios no muestran el camino real de la cocina. Ni saben de las condiciones del producto con el que trabajas, ni distinguen la naturaleza de las carnes o el estado de los pescados, ni saben de cortes, músculos o edades. Además, aplican los tiempos de cocción como si fueran programas de lavadora.

Cuando dejé de hacer recetas y empecé a cocinar platos sin nombre, descubrí un mundo dichoso en el que la cocina te hace libre. Cada visita al mercado fue desde entonces una aventura fascinante. La compra se convirtió en un recorrido placentero que afrontaba sin guión previo. Llevaba lo que encontraba más atractivo: las verduras más frescas, el pescado más llamativo, el corte de carne más inquietante o esa hierba cuyo aroma me había hecho soñar la noche anterior. Tras el caos de la compra, la cocina reinstaura el orden casi por inercia.

Si encontraba buenas habas, ya no pensaba en la receta del solterito, sino en lo que podría engrandecer su sabor en la mesa. A veces una papa negra sancochada, tal vez una vinagreta de morrón asado, aceituna y albahaca, todo bien picado, o un poco de hierbabuena, quien sabe si unas alcaparras… Mis habas y todas las demás verduras empezaron a vestirse con ropajes nuevos, diferentes y a menudo luminosos. Nunca volvieron a tener nombre y sabores fijos; son libres en las querencias de mi cocina. Y no les cuento de las menestras. A veces los garbanzos se encuentran con calamares, otras son los pallares se acercan a un cangrejo Popeye…

Mi primer recetario peruano voló directamente a la calle –no hay patios en mi departamento limeño- el día que quise saber del lomo saltado. Mejor un bife alto que el lomo, me dije pensando en la búsqueda de grasa que alargara el sabor de la carne y mejorara su textura. Entendí a continuación que el orden de los pasos marcados era justo el contrario de lo que indica la cordura y el recetario besó el suelo de Miraflores. Mi wok vibra desde entonces con encuentros que casi nunca se repiten y mi cocina vive libre y feliz.

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