Que no se acerque el del decantador

José Alberto Carrera, el sumiller jefe de Astrid & Gastón, se acerca a la mesa con una botella de la cosecha de 2016 de Emidio Pepe, un vino de Trebbiano d’Abruzzo llamado a llegar muy lejos, en el tiempo y en la copa. La muestra, se retira y le veo pasar una parte del contenido a una jarra de oxigenado chica, como de medio litro, de cuello ancho y cuerpo corto. ¡Una jarra de oxigenado! La creía desaparecida en combate. La administraba un sumiller cabal y le hizo mucho bien al vino. Hacía mucho tiempo que no veía una jarra de oxigenar paseando por un comedor. De pronto, una muestra de cordura, un superviviente en los dominios del decantador. Lo que siguió fue lo esperado: el vino se abrió, presentándose pleno, redondo, integrado, ya sin aristas, denso y envolvente. Un momento extraño y emocionante.

América Latina vibra a través de sus vinos. Cuando el hemisferio norte se acerca a la vendimia, brotan las viñas del sur, a punto de acabar el invierno. Argentina, Chile, Brasil, Uruguay, México, Bolivia o Perú buscan una parte de sus claves identitarias mirando al suelo en el que crecen las cepas de sus zonas vinícolas. En Chile son tantas y tan disparejas que el aserto casi admite la formulación absoluta; es como si estuvieran en todos lados, desde Atacama hasta la Patagonia.

Increíble la riqueza, variedad y prosperidad del panorama vinícola chileno, cada vez más atrevido y avanzado, cada día con menos complejos, aunque todavía le quedan. Algunos, heredados de los tiempos en el que el vino solo tenía dos caras: la del pipeño, cuando era el vino común de los que solo podían elegir entre eso y la chicha, como contaba Marcelo Cicali hace una semana, y la de la élite, que enloquecía con lo que allí llaman ‘cepas internacionales’ sin poder explicar con demasiada precisión de qué se trata: la inmensa mayoría de sus varietales nacen de cepas venidas del resto del mundo.

No conviene olvidar Colombia, Ecuador y Venezuela, donde también hacen vinos que buscan competir en el mercado de calidad. Las altas temperaturas y el exceso de humedad aceleran los ciclos vegetativos de la plantas -propician dos cosechas al año- y reducen considerablemente la vida útil de la cepa. Cuando las otras cepas empiezan a entrar en la edad adulta, le va llegando el final a las del trópico y el ecuador. Pelean contra la naturaleza y son una fuente de desafíos en los días del calentamiento. Merece la pena seguir sus recorridos.

Allí no hay lugar para los que llaman vinos naturales, que ahora rebautizan como de mínima intervención. Los condicionantes climáticos son tan extremos que sin tratamientos no hay paraíso. Mandan las circunstancias. Les diría lo mismo a algunos fundamentalistas de la nueva religión vinícola que a menudo distorsionan la perspectiva del mercado desde un discurso tirando a retorcido. Se lo escuchaba al descuido a un elaborador muy necesitado de avales: “hago el vino como se hacía en el siglo XVII”, le decía a un sumiller a medio metro de mí. A falta de argumentos, fantasías. La sentencia me bastó para entender al fin unos vinos empeñados en marcar distancias con todo, lo que incluye su aptitud para ser bebidos y unos precios de otro mundo. El otro día los encontré en el duty free a cincuenta dólares la pieza, que no es poco cuando la mayoría de las botellas que he abierto no aceptan la segunda copa y solo admiten una explicación, “es que son naturales”, una alzada de hombros y una sonrisa pícara.

No me parece natural que el vino se descomponga, trastabille, caiga, exhiba tufos a moho o a cerrado, y pierda su condición. Frente a los que dominan la mínima intervención, que son los más -no hay vino sin intervención, recordaba Sebastián Zuccardi en una entrevista que le hicimos en 7Caníbales: se poda, se riega si hace falta y el reglamento lo permite, se descarga la parra, se vendimia-, están quienes usan el discurso para explicar la precariedad.

Me gusta el vino y lo disfruto en tantas formas que solo hago distingos entre lo que mis gustos identifican con calidad y lo que no me apetece beber: cargamentos de brett, oxidaciones extremas en maderas que perdieron el norte y la memoria, vinos que no aguantan los primeros seis meses de vida… Cada día tengo la copa para menos ruidos. No tengo claro que me apetezca encontrar un vino como los que se hacían por estas tierras en el siglo XVII o el XVIII, o como los que se hacían en la misma época en los pueblos de Rioja o la Ribera del Duero.

Seguimos obcecados en confundir tradición con atraso, precariedad o suciedad. Me sobresalta tanto como la pérdida de la memoria o la renuncia a pensar por cuenta propia.

Pensé que la turbamulta de la temperatura ambiente empezaba a entrar en razón hasta que llegué al tiempo vinícola de esta parte del mundo, donde los blancos se sirven cada día más fríos -¿hay tantos defectos que ocultar?- y los tintos cada vez más templados. La temperatura ambiente no son los 24 o 25ºC de un comedor al uso; en todo caso fueron los 16 o 18 de un chateau con muros de piedra de un metro de grosor. ¿Algún día servirán los vinos a una temperatura que permita identificar su naturaleza mientras los disfrutamos? No hemos venido a este mundo a sufrir, o a pagar por no sentir.

Quería hablar del decantador que veo exhibir cada vez con más frecuencia. Aprendí hace cuarenta años que su función era evitar que la materia colorante en suspensión, característica de los vinos muy viejos, llegara a la copa. El decantador era casi tan popular entonces como lo es hoy, cuando no es frecuente encontrar vinos como aquellos en la carta de un restaurante, pero sí clientes y sumilleres necesitados de atención. Aparecía cuando alguien pedía un vino muy viejo, necesitado de tratamiento, y todos miraban: un alarde de poderío que concentraba la atención del comedor en una mesa.

Otros vinos llegaban (y llegan) cerrados por el tiempo, pero sin depósitos. Los buenos sumilleres sacaban entonces la jarra de oxigenado, con la boca más ancha y el cuello más corto. Se trataba de aportar al vino, recién salido de un medio reductor como es la botella, el oxígeno necesario para ayudarle a abrirse, mostrarse o expresarse y alistarlo en pocos minutos para proporcionar al cliente una buena experiencia. También se hablaba entonces de abrir los vinos antiguos cuatro o cinco horas antes de consumirlos, para ayudarle a recuperarse del encierro, y nos reíamos para los adentros cuando lo escuchábamos. El cuello de la botella ofrece una superficie mínima, insuficiente para oxigenar su contenido.

Ahora tenemos muchos vinos con reducción y casi ninguna jarra de oxigenado -tal vez el problema esté en que la jarra de oxigenado viene sin libro de instrucciones- y apenas tenemos vinos con depósitos que no sean naturales -nadie los decanta; el poso es el certificado de pureza de la nueva religión- pero el decantador recorre incansable los comedores. Somos más partidarios de aparentar que de pensar.

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