Pescado pobre, pescado rico

De un día para otro, los pescados azules han desaparecido de nuestras vidas

Llegué a Lagunilla de amanecida para encontrar un pequeño puerto pesquero casi en medio de la nada: el muelle, una nave abierta para descargar el pescado, tres casetas de comida, dos restaurantes –La tía Fela y El chef- y poco más. Como en toda la Reserva Natural de Paracas, allí manda la arena, rodeando un espacio de una serenidad casi infinita, apenas rota esta mañana por el chuchú del motor de los cuatro barcos que se acercan con la pesca de la noche. Me acerco en plena descarga y las capturas cuentan que es temporada de jurel. Plateados, brillantes, aún vivos, llenan las cajas apiladas ante los barcos. Alguna caballa terciada va perdida entre los jureles con el vientre hinchado y la piel manchada de azul. Aún destilan vida en sus ojos. Se muestran abultados, brillantes y transparentes, y me hacen recordar lo que me decía hace años un viejo asador vasco: “Ignacio, al pescado se le mira como a los hombres; directamente a los ojos”.

Las cajas van pasando a los camiones frigoríficos, aunque buena parte del pescado saldrá de allí en taxi. No es ni lo que están pensando ni lo que pueden llegar a imaginar. Dos taxis sin asiento trasero han cubierto el interior con una lona de caucho y veo un tercero repleto de jureles hasta el techo. Debe haber cientos de kilos apilados y todavía hay lugar disponible. En cuanto lo llenen, atravesará el muro de sol del desierto cargado hasta el techo. Espero que tenga aire acondicionado.

Tengo por cierto que ninguno de estos jureles –los que tomaron el taxi y viajarán apachurrados hasta quien sabe donde y los que sacaron pasaje de primera en camión refrigerado- engordará la carta de los restaurantes que frecuentamos. Ni los caros, ni los humildes.

En el mundo del pescado hay clases y se organizan por colores: blancos y azules. ¿Diferencia? La cantidad de grasa -saludable, buena para el colesterol- que contiene la carne; mayor en los azules que en los blancos. Hay otras. Los blancos son caros, escasos y muy demandados. Los azules son sabrosos, sanos, muy abundantes, baratos y de un día para otro es como si la mayoría de ellos hubiera desaparecido de nuestras vidas. Cada vez es más difícil encontrar sardinas, caballas, jureles, incluso bonitos, en nuestras mesas. El atún volvió más empujado por el precio que por su calidad.

El jurel se convirtió en una obsesión durante la travesía del Sarita Colonia hacia el Puerto de Atenas. Cada vez que el Chino se descolgaba por la borda, soñaba que volviera con jureles en lugar de cabrillas. Casi los olía, como si salieran de mi cocina, asados en el horno y luego abiertos para quitar la espina y rociar la carne con un refrito de láminas de ajo, ají y aceite de oliva. O preparados en escabeche, con mucha cebolla, un chorro de vino blanco y un suspiro de pimentón.

No será fácil. Las pescaderías que conozco han expulsado al jurel de su lista de compras. La segregación se prolonga a la gran mayoría de restaurantes, cebicherías, huecos y casas de comidas de la ciudad. El jurel es un pescado proscrito en esta ciudad cuyos habitantes reivindican su status de nuevos ricos dando la espalda a los productos que definen las dietas más humildes.

Algunas voces se levantan hoy, llamando a la incorporación de los pescados humildes a la dieta cotidiana. La pena es que los mismos que las lanzan no las aplican a su realidad. Poco podremos hacer mientras la anchoveta, el jurel y la caballa no tengan un lugar destacado en las cartas de los buenos restaurantes limeños. Den ejemplo.

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