Pedro Miguel Schiaffino está de vuelta. Tres años y unos meses después del cierre de Malabar, el restaurante que creó y consagró entre las referencias más destacadas de la alta cocina limeña, y Amaz, que significó la revelación de la despensa amazónica, vuelve a la cocina donde menos se esperaba, como jefe de cocina de un restaurante ajeno. Hace poco más de un mes, Schiaffino se hacía cargo de la dirección culinaria de La Rosa Náutica, un negocio histórico a punto de cumplir los cuarenta años de vida, que recibe el favor del turismo gracias a su naturaleza y el espacio que ocupa. Construido en madera sobre un malecón de piedras que se adentra cincuenta metros en el mar, vivió sus últimos veinte años inmerso en una cocina sin brillos.
La noticia se conoció pocos días después de su incorporación y me dejó intranquilo. Me pareció un reto superlativo: sacar del vacío culinario un restaurante con una estructura anquilosadas y a menudo viciada, con un chef de la vieja guardia y un equipo acostumbrado a manejarse a un ritmo que no es el de hoy, una cocina gris, una relación equívoca con el producto y una clientela descomunal, que puede llegar a los quinientos cubiertos diarios. Más que un reto, se me antojaba un descomunal desafío.
Vuelvo a La Rosa Náutica empujado por la curiosidad y encuentro un restaurante cambiado. Todo sigue en su sitio. Las tiendas para turistas a mitad de la pasarela de entrada, una decena de mesas jalonando el recorrido, y el espacio apergolado construido en madera que aloja el restaurante. A la derecha los comedores y a la izquierda el bar de tragos. Ya no está la discoteca de los años ochenta o noventa, como también desapareció el sistema de protección que le pusieron en los tiempos del terror, pero el resto sigue prácticamente como lo conocí.
La cocina no. Ha cambiado tanto que no se parece a lo que servían en las únicas tres o cuatro comidas que hice allí. La carta me sigue resultando larga, pero ha menguado considerablemente respecto al menú kilométrico de los viejos tiempos y, por lo que me dice el nuevo chef, seguirá menguando: “todavía es larga, tiene que reducirse más”. Lo más importante es que la cocina de Pedro Miguel Schiaffino está a la vista y por lo que veo goza de muy buena salud.
La sierra ahumada tonnata es la primera muestra y resulta bastante elocuente. Ha ahumado la carne de esta especie, habitual en aguas del Pacífico, en un punto ajustado, que no invade ni oculta el sabor de la carne. Lo adorna con cogollos a la brasa y lo acompaña con la salsa tradicional -mahonesa, alcaparras, anchoa…- del vitello tonnato.
La entrada hace caer los estereotipos y provoca nuevas preguntas. ¿Qué ha llevado a uno de los protagonistas más destacados del nuevo timpo de la cocina peruana a trabajar como empleado en territorio ajeno, en lugar de buscar la reapertura o el renacimiento de alguno de sus negocios? La pandemia había volteado la trayectoria del cocinero. Le obligó a cerrar sus dos negocios, Amaz y Malabar, y a poner en stand by el taller desde el que organizaba eventos. Abrió La Pulpería en Miraflores, con Luis Flores, una pequeña tienda de vinos, embutidos, conservas, quesos y platos preparados y funcionó, pero al final debió cerrar. Demasiado ruidoso para su tres vecinos y demasiado chico para dos socios y otros tantos empleados. Le siguieron Mercattino, otra tienda, esta vez con carnicería, embutidos y chacinas, pastas del día, y más cosas, y Ribeyro Casa Sutil, un bar de cocteles que ahora gestiona en solitario.
¿Qué haces aquí, Pedro?
“Tú sabes que me gusta todo eso. Y esto es totalmente diferente a lo que he hecho antes. Lo hice en la Huaca cuando tenía 22 años, pero era un joven de 22 años totalmente demente y no entendía nada; era otra época y ahora, ya mayor, veo las cosas de otra manera. Mercattino tienen un proceso de crecimiento chiquito, quiere tener una tienda más, pero lo lleva Talía, con Ribeyro estamos peleando…, y ya sabes que me gusta hacer cosas distintas”
¿Qué tiene de diferente?
“Estamos hablando de volumen y el volumen me parece atractivo por el contacto que tienes con los productores o los pescadores, y eso me entusiasma. Es nuevo para mí porque estoy agarrando un equipo viejo, antiguo, que no tenía hace tiempo. No son chiquillos y cocinan como Dios; no hay que enseñarles, pero tienen que desaprender. Y la cocina marina siempre me ha llamado por más que hemos metidos en la Amazonía los últimos años. El mar siempre me ha estado dando vueltas”.
El mar, no puede ser de otra forma, prácticamente monopoliza la cocina y la carta de La Rosa Naútica (solo propone seis platos de carne). Empezando por un ceviche clásico que es, precisamente, una muestra de modernidad: pescado fresco, exultante, con el limón añadido en el camino hacia la mesa. También está el ceviche de caracol marino, habitualmente elástico, se muestra dócil y amable y se enriquece con un frijol blanco norteño llamado zarandaja y una leche de tigre más parecida a una suerte de vinagreta. Un indicio brillante y gustoso del nuevo tiempo culinario.
Me pregunto como será recibida tanta novedad entre una clientela que parece clásica, hoy con mucho turista interior y algunos internacionales, y la forma en que influye la relación con los clientes habituales en la cocina.
“Viene mucha gente local más o menos de nuestra edad, entre 40 y 60 que tiene recuerdos de cuando venían de chiquillos con su familia. Te hablan de la discoteca que había arriba, de las celebraciones de los cumpleaños y, no sé, te hablan de platos clásicos como la ronda, que se creó acá, y que después hemos encontrado durante años en tantos lugares. Son cosas que la gente recuerda y los quiere ver de nuevo, y tienen que convivir con las nuevas cosas que queremos hacer”.
Sigue habiendo platos viejunos a ultranza, como la corvina La Rosa Náutica, con salsa de Pernod, langostinos y puré de papa que parece querer cambiar aunque todavía no lo ha hecho del todo, En el lado contrario, su versión de las almejas gratinadas. Originalmente se acostumbran perpetrar en las cocinas limeñas como las conchas (vieiras, ostiones..): almejas enteras, gratinadas con mantequilla dentro de la concha y cubiertas con pan rallado y ajo.
La nueva versión te congracia con la fórmula: toque mínimo de mantequilla, un poco de pan mezclado con ajo, y el golpe de grill con la almeja troceada y cruda para que cambia de color sin cocerse ni quedar elástica. De la desconfianza al brillo en tres gestos culinarios.
Ha cambiado tu cocina y con él el trato que dais a pescados y mariscos. ¿También ha cambiado la forma de relacionarse con el mar?
“Sigo teniendo el tema marino muy presente y poder meterme en otras cosas. No sé, a mí no me gustan las modas, pero me tiran las salazones, las medias salazones o los ahumados. Me interesa la charcutería marina. No es que vayan a ser mi fuerte, pero quiero meterme al tema de del mar desde una perspectiva más cercana. Gastón es el único que ha hecho el esfuerzo y eso me interesa, pero no sé cómo lo terminaré haciendo. No tengo ningún plan, pero partimos de las caletas en la costa, de comprar directo a los pescadores, entender las vedas y las estaciones…”.
Eso implica cambios en la forma de entender, plantear y estructurar la cocina. Este no era un local que se distinguiera precisamente por sus productos.
“Lo que encontré acá es normal; todo venía congelado y procesado. Hoy la concha la compras entera, la almeja la compras entera, el caracol lo compras entero. Todo eso hay que procesarlo y me entusiasma hacerlo. Por ejemplo, tener un pescado entero, ya sea horno, parrilla, un poco el camino que ha hecho Héctor (Solís; Fiesta y La Picantería). Es loquísimo, pero es el único que lo ha hecho. Acá se botaba todo, y ahora viene el tema de aprovechar el producto entero, aprovechar las pieles, aprovechar las cabezas y aprovechar las tripas. Bueno, estamos haciendo ahora unas pruebas limpiando las tripas y cocinándolas y te bota una gelatina que te mueres. Aunque es chamba, hay que limpiar todo”.
Cuando llega la parihuela de pescados y mariscos (un guiso de esos que muchos llaman rompecatres) entiendo lo que me acaba de decir. El caldo es consistente y sabroso, muy poderoso. Los mariscos, -calamarcitos, conchas, mejillones, cangrejo-, y el pescado llegan en perfecto punto de cocción. Una bullabesa limeña. Esta vez, la parihuela se preparó con caldo de marisco.
No es lo normal, Pedro. Veo trabajar caldos como no es habitual que se haga en Perú.
“Conceptualmente, hay chamba por hacer. Te he hablado de la charcutería marina, que me parece de moda pero interesante, pero a la vez están todas esas bases, los caldos que nadie hace. Ya sabes que el uso del ajinomoto (marca industrial de glutamato monosódico) prima para construir sabor en la cocina marina en Perú, y eso no puede ser. Me parece importante construir mi cocina sobre estos fondos, estas bases, que dicho sea de paso, y es importante entenderlo, no lo hacen porque es costoso; a veces ese caldo te cuesta igual que la porción de pescado que te sirvo”.
Pero siempre el mar. ¿Hay sitio para el río?
“Cocinar el mar obliga a preguntarse cosas. La principal es ¿por qué seguimos trabajando con intermediarios, que lo único que hacen es maltratar el producto y maltratar al pescador? quiero entenderlo y quiero tratar de romper con eso. Y sobre el río, Me gustaría meter alguna pincelada de producto de río. Sigo en el proyecto del paiche en Pacaya Samiria y quiero colaborar desde aquí con despensa amazónica”.