No sé si comerme los testículos

Acabo de rescatar el frasco de un rincón del frigorífico. Lo reconozco a la primera; lleva tanto tiempo con nosotros que ya es como de la familia. La etiqueta anuncia que se envasó en octubre de 2002 y estamos a mediados de 2011. Miro la tapa y la leyenda recomienda consumirlo “preferentemente” antes de fines de 2011. El contenido del frasco está a punto de caducar y debería aprovecharlo, pero, la verdad, no me apetece mucho abrirlo. Cosas de la edad (la mía; todavía soy fácilmente impresionable, la de esta conserva es bastante más avanzada). Cada vez que la veo, la saco de la nevera, echo un vistazo a la etiqueta y vuelvo a dejarla, con mucho cuidado, lejos de la vista, tras un tarro de limones encurtidos; al fondo a la derecha.

Miren la foto, lean la etiqueta y díganme si no les asaltan las mismas dudas:

“Les Roupettes”. Testicules de Coq Gelée. Ingredients: testicules de coq – gelée. Produit sélectionnés par Huiles et Moutardes de Charroux

En la web de la casa Huiles et Moutardes de Charrouxlo presentan como “Le Caviar de la Volaille.” Y añade (traduzco) «La gran cocina burguesa los prepara en vol au vent» (dentro de un hojaldre horneado; caramba con la cocina burguesa). Por si quedaran dudas, sentencia: “¡un regalo!». Efectivamente, fue el regalo de un viejo amigo, compañero de giras culinarias (¿recuerdas, Andrés, aquel viaje El Bulli-Arzak en 24 horas?). En eso del regalo tienen razón (dudo que yo lo hubiera comprado), pero de ahí a llamarlo “caviar de ave” hay un trecho. En todo caso, rizando el rizo y escribiendo sin complejos y con algunas licencias, podríamos equiparar los embriones de huevo de gallina con el caviar, pero los testículos del gallo… Si el caviar fueran las pelotas del esturión la historia de la cocina no hubiese transitado por ese sendero.

Por cierto, Charroux es un pequeño pueblo medieval de  l’Allier en la región del Auvergne. El saber no ocupa lugar.

Me pregunto por qué sigue ahí el frasco de “Les Roupettes”, en esa especie de limbo de los productos sin interés que todos tenemos en un rincón del frigo (sabemos que no los comeremos nunca, pero ahí estarán hasta el día de la limpieza final).

Los testículos de gallo no me dan asco. Hay muy pocas cosas que me den asco. Bueno una sí: los ojos. No puedo con los ojos; sean de pescado o de animales de tierra adentro. En mi pueblo comen con fruición los ojos de los corderos (la visión, a edad temprana y sin terapia previa, de mi abuela rechupeteando el globo ocular de un cordero ha dado de comer desde entonces a media docena de psicoanalistas) y tuve una novia que se volvía loca por los ojos de los pescados (tal vez por eso lo nuestro nunca llegó a funcionar). Nunca los he probado y si puedo evitarlo nunca lo haré. No puedo comer algo -¿o es alguien?- que me mira fijamente a la cara mientras le hinco el diente.

Por lo demás, no sólo he comido todo lo que he encontrado sino que suelo buscar los bocados más extraños. Creo haber probado todo lo que me han puesto por delante. Desde la araña mona del Orinoco hasta los escorpiones chinos, pasando por estrellas y caballitos de mar, gusanos del maguey y de la palma (en Iquitos les dicen suri), hormigas culonas, larvas de escarabajo, saltamontes, huevos de los mil años (para mi que no tenían más de uno, además de un sabor metálico), huevos de pato a medio germinar… Si van a Pekín (Beijing para los ilustrados) y les cae la tarde cerca de la Ciudad Prohibida, déjense caer por el cruce de Donghuamen Lu y Wangfujing Lu, y verán lo que es bueno: un centenar de carretillas en las que sirven todo lo que corre, repta, vuela o nada y usted nunca hubiera imaginado comer. He compartido dos veces la experiencia con amigos diferentes y las dos con el mismo resultado: ellos solo miraban.

Bocados extraños desde nuestra perspectiva occidental, alimentos cotidianos y en algunos casos tremendamente valorados en otros lugares del mundo. Depende de la perspectiva… y de la memoria. La cocina popular española es rica en ejemplos de productos que incorporan la etiqueta “repugnante” en otras culturas. El ejemplo más aceptable: los guisos preparados con la tinta del calamar, tan extraños a las culturas escandinavas. Otro menos popular pero ampliamente seguido: el fervor por las criadillas (los testículos) de algunos mamíferos –el toro, el novillo. el cordero, el cerdo…-, por las que la mitad de los españoles aún profesamos un amor eterno. Uno más entre los generalmente aprobados: los caracoles, tan extraños para un norteamericano medio como deliciosos para un francés o un español. Algunos poco convencionales y de los que muchos españoles no han oído hablar: las ratas de agua, cotidianas en el medio rural hasta los 60 y aun consumidas en algunas zonas cercanas al Ebro (allí les llaman topitos), o el lagarto y la ardilla, dos manjares antiguos que hoy son objeto de protección especial.

Una de las primeras cosas que hago cuando llego a Lima es empujarme medio cuy y un picante de papas en El Tarwi. A nadie le extraña: el cuy se vende en los supermercados y es plato cotidiano en algunas regiones del país. Si le digo a mi sobrina que he acabado con un primo segundo de su mascota Flipy seré el destinatario de una maldición eterna.

Pero nadie me había dicho nada de los testículos del gallo. Ni siquiera había leído una sola referencia sobre su consumo.

Me fascinan las crestas de gallo, guisadas con una chanfaina de verduras, o en plan más clásico, cocidas, abiertas al centro y rellenas de una farsa de foie-gras, para luego empanarlas y freírlas. De la primera forma se han comido en mi pueblo desde que el agua empezó a manar en la fuente de la plaza. La segunda es una cursilada que funciona. También me gustan las patas del pollo (sin uñas ni espolones, ¡por favor!), sobre todo guisadas al estilo chino, con salsa picante; tal cual las preparan a miles de kilómetros de distancia, en las cocinas riojanas. Pero testículos de gallo… ni siquiera sabía que un gallo tuviera testículos.

Por el momento no voy a comer esos testículos de gallo. No encuentro ninguna necesidad de hacerlo. Además, a la vista de la textura del líquido que los envuelve, tengo la sensación de que no han superado el último invierno. Para mi que están caducados. Mejor los devuelvo a la nevera en cuanto haga la foto.

¿Usted que haría? ¿Se comería los testículos del gallo? ¿Quiere que se los mande? Y si ya los probó y sobrevivió, cuéntenoslo. Por favor.

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