Mamá, yo no quiero ser Gastón

La cocina peruana está más necesitada que nunca de la reflexión

Lucas es un niño crecido con una idea fija en la cabeza desde bien chico: llegar a ser cocinero. Es un ave extraña en el paraíso de la gastronomía peruana, también una anomalía en un universo inundado de aspirantes a cocineros –hay quien habla de 80.000 estudiantes- que aspiran mayoritariamente a vestirse de blanco para poder parecerse a su ídolo, Gastón Acurio. Después de casi ocho años visitando escuelas, Lucas fue el primer estudiante con el que hablé decidido a ser profesional porque vivía desde niño una historia de amor con la cocina. Nada más. Él no quiere tener restaurantes en todo el mundo, presentar un programa de televisión o levantar la bandera del Perú allá donde vaya. Lucas no quiere ser Gastón; sólo aspira a ser cocinero. Sus sueños son simples: persiguen horizontes cercanos y personales en lugar de quimeras colectivas.

Es el punto de partida de un libro que toma el título de la narración –“Mamá, yo no quiero ser Gastón”, lo acabo de publicar con Editorial Planeta- para buscar la reflexión sobre los caminos, los retos, los anhelos, las contradicciones, las glorias y las miserias que enmarcan los ritmos de la cocina peruana en su trayecto hacia el futuro. En realidad, mucho más que una anécdota en un país que habla de cocina a cada paso. A estas alturas, la gastronomía es la tercera industria del Perú y una de nuestras grandes señas de identidad. Sea real o no, una certeza o una ilusión colectiva, nos guste o no.

Empecé a escribir sobre la cocina peruana tras mi primer viaje a Lima. Publiqué mi primera crítica hace más de siete años –al viejo Fusión, capitaneado por Rafael Piqueras- y un par de meses después llegó mi primera columna de opinión. Con la excepción de dos notas sueltas, todo lo que escribí sobre Perú y sus cocinas fue publicado aquí. En parte por azar y en parte por decisión propia. Intuí que lo que estaba viviendo la gastronomía peruana era el punto de partida de algo aún más importante, y me propuse ser testigo. Tuve suerte y pude participar de una revolución que ha prendido en todo el continente la llama de la independencia culinaria, la puesta en valor de las despensas regionales y la recuperación de las cocinas como señas de identidad colectivas. También el de la evolución y el avance de las cocinas locales, concretada a menudo en un enfrentamiento abierto de quienes las practican desde el inmovilismo.

Entonces sólo era una intuición, pero ocho años después se convirtió en una realidad incontestable. Tanto, que cada día está más en cuestión el proclamado dominio peruano de los fogones del continente. Con Brasil y México como potencias incuestionables –hace años que superan de largo nuestra realidad-, Colombia levanta sus cocinas hacia el futuro, buscando un lugar en la élite, al tiempo que Chile empieza a desperezarse para salir poco a poco de un larguísimo letargo. Pensé que la crítica y el análisis eran más importantes para el avance que la alabanza incondicional y el canto desmedido. Puede que acertara, o no, pero ese fue el camino elegido.

La cocina peruana vive un momento crucial en el que necesita, más que nunca, de la reflexión. “Mamá, yo no quiero ser Gastón” quiere recoge una parte del proceso de debate abierto en los últimos años. De su mano se han concretado algunos de los logros más importantes. De su desarrollo depende en buena medida de nuestra capacidad para fijar los puntos débiles y afrontarlos. Solo así la cocina peruana podrá consolidar su avance hacia el futuro. Sólo así se hará más fuerte.

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