Los pies en el suelo

Decido cerrar el día con una copa y acabo en una coctelería. No exige contraseña secreta o estar en la lista del portero y tampoco es uno de esos speakeasy instalados en la cámara acorazada de un viejo banco, un montacargas o un viejo congelador medio desguazado. Solo quería tomar una copa, tal vez un cóctel (cada día encuentro nuevas y más notables diferencias entre una y otra cosa) pero, giros del karma, acabo en uno de esos bares de moda. Lo más de lo más y un poco más. Ocupo lugar en la barra y pido la carta. ¿Quién dijo que tomar una copa es tarea sencilla?. No hay carta, copa, humo, bengalas o efectos especiales hasta que el barman explique el concepto, incluyendo un relato biográfico del promotor, demasiado largo para su escueta trayectoria profesional. Pongo cara de póker y le dejo con lo suyo mientras repaso la lista de la compra de la semana; que no se me olvide el suavizante. Acaba cuatro minutos después, aunque todavía no es hora de pedir. Con amabilidad pero con firmeza me invita a visitar el museo que el coctelero jefe se ha montado en una esquina del local. Es visita guiada, el espacio repasa la coctelería más moderna y los logros acumulados por el jefe en sus seis años de trayectoria. Me invade una profunda sensación de vergüenza ajena, pretexto una visita al baño, hago una finta al llegar al aseo y me escurro por la puerta de la calle para buscar un local en el que nadie necesite justificar lo que sirve.

Cambio de país para acercarme a la cocina de un joven restaurador emergente. Trabaja desde hace tres años en renovar la propuesta culinaria de la ciudad y ha conseguido avances a tener en cuenta, aunque todavía hay una distancia notable entre lo que piensa de su trabajo y lo que realmente ofrece. Mi llegada coincide con el tercer aniversario del negocio y para celebrarlo ha montado un menú retrospectivo con platos que muestran su recorrido. Por lo que veo, algunos conservan los mismos problemas que tenían cuando los concibió o, nunca se sabe, tal vez haya añadido alguno más. No le gusta que se lo diga. Mientras le hablo de lo bueno, hincha pecho y exhibe una sonrisa que le envuelve el cuerpo, cuando llego a lo otro se da la vuelta y marcha en busca de un público más complaciente. Me atrae su preocupación por los productos menos valorados de la despensa del país, pero me sorprende que no la prolongue a todo lo que llega a la mesa, empezando por un pescado que muestra haber salido del agua unos cuantos días antes de lo debido o, tanto da, haber pasado en tierra firme más tiempo del sanitariamente razonable. El café añade nuevas dudas. Han creado su propia marca y seguro que la selección ha sido minuciosa, pero el envase en que lo venden les señala con el dedo: anuncia que lo tostaron y lo molieron siete meses antes. No debería servirse en una casa que presume de sus vínculos con el producto.

Desde Ecuador me escribe un joven cocinero todavía sin cocina, utilizando una de esas redes sociales que te abren la puerta al encuentro con quienes no conoces de nada. Alguna vez es para bien. En esta ocasión no tiene desperdicio: “Soy”, dice después del saludo, “quien llevará en los próximos dos años a Ecuador a ser el país de expresión e inspiración sensorial natural de máxima competencia, acompañado de un Novo (sic) equilibrio culinario”. Renuncio a entrar en el fondo y mucho menos en la forma del mensaje, pero le planteo mis dudas sobre algunos platos que muestra en su perfil social y la necesidad de que traslade todo eso al comedor de un restaurante. Le apena mi respuesta, pero la esperaba; sabía de antemano que llegada la hora de comer prefiero “lo clásico común”. Abandono la conversación y me quedo pensando en lo que motiva a una parte cada vez más apreciable de la generación de profesionales que busca su espacio, obsesionada con el éxito y el reconocimiento mientras desprecia herramientas imprescindibles para conseguirlo, como el estudio, el trabajo o el sentido común.

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