El loco es un molusco extraño. Tal vez sea el nombre que le distingue en su hábitat natural, que son las costas de Chile y el sur del Perú, aunque ese no sea más su apodo más popular. También le dicen chanque y pata de burro, pero en el libro de familia y para los registros públicos es el concholpeas concholepas, un gasterópodo de una sola valva que causa furor en las costas y las cocinas de Chile. Es musculoso, de buen tamaño y cuenta con un pie ancho y firme con el que se sujeta a las rocas y le sirve para salir de cacería. Sobre el papel tiene una cierta cercanía con la lapa pero se diferencia en dos detalles que finalmente enmarcan su naturaleza. Por un lado está su condición carnívora, que lo convierte en uno de los depredadores que acechan los roquedales costeros amenazando moluscos como el picoroco, la lapa o el piure, otras tres joyas del Pacífico sur. La dieta acaba teniendo mucho que ver con las características de un músculo tan consistente y sobre todo aromático. El otro es su sangre azulona. Había escuchado sobre eso y vista de cerca me parece que vira hacia tonos morados. Los técnicos explican que se debe a una proteína que facilita el proceso de respiración celular. Conocer el secreto no significa entenderlo y tampoco hace que deje de llamar la atención.
Es difícil encontrarlo en Perú, donde fue sobreexplotado casi hasta la desaparición, igual que sucedió con las machas. En Chile estuvo muy cerca de correr el mismo destino. Su popularidad, la demanda del mercado y la manga ancha de la administración propiciaron un crecimiento paulatino de las capturas, que llegaron a multiplicarse por diez entre 1975 y 1980, alcanzando más de 25000 toneladas en ese último año. Luego se estabilizó alrededor de las 17.000 y lo remató la llegada del Niño, llevándose las especies que le sirven de alimento. Al final el loco no tuvo otra que acabar siguiendo el mismo camino. “Las rocas quedaron blancas”, me cuenta Leonardo Canto, miembro de ‘Buzos orilleros’ uno de los cuatro sindicatos de extractores de locos que operan en la costa de Taltal, al sur de la región de Antofagasta. Cada sindicato trabaja su propia área de manejo, minuciosamente delimitada, marcada con boyas y controlada por biólogos que determinan el volumen de capturas máximas en cada momento del año. Depende sobre todo del tamaño. Ninguno puede medir menos de 9 centímetros de largo. Los veinte asociados en ‘Buzos orilleros’ pescan a pulmón en inmersiones que pueden rondar los 3 minutos. Son buzos de apnea y el año pasado sacaron entre 30.000 y 40.000 locos. Calculan que los furtivos se llevaron otros 50.000, que no es ninguna tontería. La pesca furtiva del loco es un delito penal, tanto dentro como fuera de las áreas de manejo. La falta de vigilancia no ayuda. Leonardo insiste en que Sernapesca tiene dos personas destacadas en Taltal; uno de ellos trabaja en la oficina y el otro recorre la playa. Los furtivos llegan de noche en barca y con bombonas de oxígeno, imposible pararlos si no hay patrullas. Luego venden puerta a puerta y a menudo a precios más altos que los pescadores autorizados (1,20 dólares la pieza). Sin control no hay futuro para la pesca del loco.
Como los otros pescadores, Manuel González se ayuda con el pulpo, el erizo y la lapa. Su sindicato tiene una planta de tratamiento donde evisceran y congelan los pulpos antes de venderlos a mayoristas. Lo que más le gusta es cocinar lo que pesca. Me habla de tortas construidas con varias capas de mariscos, pizzas, cebiches, picantes, chupes, y una docena de formulas más. Se las suelen encargar para banquetes y comidas familiares. Al chileno le gusta sobre todo el loco con mayonesa, aunque sea con la salsa industrial obligatoria en los restaurantes. En la cocina el gran problema es lograr el equilibrio en las cocciones: cuanto más largas son, más tierno queda, pero más sabor pierde. En Boragó lo solucionaron añadiendo semillas de papaya a la olla. Parece que contiene una enzima que ayuda a romper la proteína, reduce el tiempo de cocción y concentra el sabor.