La tía Maricucha

Emociones, afectos, sonrisas y lágrimas en la mesa navideña

Los potajes de la tía Maricucha eran famosos más allá de la familia. Nada más anunciarse un almuerzo en su casa, se impulsaba una especie de onda sísmica que se expandía por la mitad de la ciudad. Los invitados directos pasaban la voz a sus allegados de confianza y se iba tejiendo una lista de asistentes que nunca se repetía. Lo mismo podían ser diez que treinta. Maricucha guardaba pucheros militares al final de la despensa y en la vieja casona familiar había sitio para todos y algunos más.

Solía acompañar a mis padres porque se comía de primera, pero no entendía bien la razón de tanto alboroto. Aquello era más que un almuerzo; una extraña ceremonia en la que se rendía culto a cada plato, a veces en silencio y otras en medio de la algarabía, pero sentía que la gente encontraba algo que yo no era capaz de ver. Pasada una semana, la comida seguía estando en el centro de las conversaciones. Que si los calamares en su tinta del jueves esto, que si la gallina en pepitoria aquello… Los mayores hablaban además de cosas que nunca encontraba en un plato. Este era el centro, pero en torno suyo giraban recuerdos, aventuras, vivencias, querencias, pasiones y más de un desencuentro. Volaban sobre asuntos sin relación con la comida, pero siempre volvían a ella en busca del consenso.

La revelación llegó el día que aprendí a ver el guiso mas allá del plato. Eso fue cuando ya iba solo a aquellos encuentros, invitado directamente por Maricucha, que debió ver en mí algo que mis padres nunca intuyeron. Bendita mujer.

La tía Maricucha se alimentaba de una sonrisa deslumbrante y una mirada vigorosa e inquieta. Como si sus guisos fueran el reflejo de su cara; chispeantes y divertidos, unas veces sencillos y otras sofisticados. En aquella cocina las especias estallaban en el plato, envolviendo los sabores y estimulando el alma. El aroma del hinojo silvestre se bastaba para encumbrar un simple puchero de garbanzos, mientras el sofrito de tomate que ilustraba un glorioso bacalao se iluminaba bajo el embrujo de no sé qué ni cuantas hierbas aromáticas.

Al arrumbarse la navidad el asunto se ponía más serio. El capón se acercaba a la mesa borracho de vino oloroso, con la carne henchida de matices; macis, nuez moscada y unas hebras de azafrán impulsaban el milagro. Eran días de tocino de cielo y dulce de membrillo, o del arroz con leche más ligero, cremoso y delicado que nunca volví a probar. La navidad era mágica en aquella casa. Aparecían las sopas de ajo costradas, el cardo con almendras, la col roja con pasas, piñones y tocino, el jurel asado o el cordero en chilindrón. Y siempre, siempre, el final dulce de la sopa de almendras.

Algunos días, Maricucha serenaba el rostro, escondía la sonrisa y un aire lánguido le invadía los ojos para extenderse por toda la mesa. Los guisos cambiaban entonces el gesto para cargarse de melancolía y volverse recogidos, casi íntimos. Nunca olvidaré su arroz con cebolla y azafrán.

Comprendí en aquel momento que la cocina trasciende más allá de las recetas, nutriéndose de historias que guardan poca relación con ellas: es una combinación de afectos, sensaciones y sensibilidades. También una fuente de emociones que hoy se me antoja casi eterna.

Recuerdo con más intensidad a Maricucha cuando se acercan mis nuevas comidas navideñas, tan lejos ya de su vieja casona española. Entendí entonces que para quienes llegamos de fuera, los nuevos sabores se convierten en un aliado de la nostalgia y una autopista que traslada recuerdos, afectos, querencias, añoranzas, muchas sonrisas y también unas cuantas lágrimas.

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