Veo Mistura como una gran fiesta dedicada a las cocinas del Perú vivida en medio de una impresionante explosión de emociones. Hay algo llamativo y cercano que no sabría explicar con claridad en este increíble parque de atracciones sensorial y social en que se ha convertido la feria, pero impacta encontrar esa mezcla de rostros, ropajes, aromas, sabores y colores en un espacio común construido en torno a la cocina.
No he comido mucho en Mistura. Demasiadas colas para enganchar un par de bocados. Pero he disfrutado con los sanguches de El Chinito, el cuy de El Tarwi o la caja china de Juan Talledo. Aproveché para celebrar el esfuerzo de los amigos, y por ahí andaban Renato Peralta con sus panes con chocolate, pared con pared con las niñas de Astrid Gutsche –unas de carne y hueso, iluminadas por la sonrisa, y otras con forma de chocolate, también sonrientes- y unos cuantos más.
Mistura es una feria que se hace grande a través de cosas chicas. Una de ellas -sólo en apariencia- fue el taller del café ideado por David Torres (Café Bisetti) y atendido, con la lección bien aprendida, por los chicos de la Escuela de Mozos de Pachacútec. Otra, tan chica como prometedora, el café de los productores de Curibamba, un rincón del mundo dejado caer allá por las alturas de Junín, a unas horas de San Ramón. Y junto a ellos, elaboraciones dulces de las que recuerdo más formas y colores que nombres. Sobre todo, estaban los productores del mercado. Caras amigas como las de Victoriano y Amparo, vendedores de papas y mashuas cultivadas en Monte Azul, Kishki, o Simeón y Dionisa, con sus quinuas de colores crecidas en la planicie de Juliaca, o activistas agrarios como Edgardo y Silverio. Mostraron la estampa real de la cocina del país: sin su esfuerzo y su sacrificio nada sería igual. Para ellos, Mistura es una feria importante: venden sus productos, tienen ingresos imposibles en sus lugares de origen, exhiben sus logros y su cultura con orgullo y sin complejos. También muestran la cara de la desigualdad, trasladada a este feria nacida inclusiva que coquetea con la exclusividad mientras se hace adulta: ellos no pueden comer –y beber; para algunos una botella de agua mineral es un lujo casi imposible en esta Mistura dedicada… al agua- lo que se vende en esta feria cada día más cara. Viven Mistura obligados a traer sus alimentos de la calle, a prescindir del agua y a contemplar de lejos el extraordinario mundo que les rodea. Para ellos todos los caminos de Mistura avanzan en una sola dirección: mirar y no tocar.
Me gusta Mistura, aunque muestre cosas que no me agradan. La principal es su magnitud. Cuanto mayor es la feria, más elevados son los costes, más crecen los cánones impuestos a los participantes y mayores son los precios de venta de productos y comidas. Es uno de los motivos que la convierten en una experiencia cara, muy cara, para la inmensa mayoría de los limeños –el gasto básico para una familia de cuatro personas es de 200 soles, un cuarto del salario base mensual- y reservan la asistencia a las nuevas clases medias de la capital. El otro está en una estructura sobrada de aficionados –cocineros encargados de lo que no saben: negociar con patrocinadores- y necesitada de profesionales de verdad, capacitados para no verse abocados a resolver en los dos últimos días lo que no lograron hacer durante el resto del año. Apega tiene muchas tareas pendientes para el próximo Mistura, pero esa será otra fiesta. Seguro.