Muchos me dicen viejo y no les falta razón, tengo más recorrido que la media, aunque algunos utilizan el adjetivo como si fuera una pedrada. Confunden el estado con la condición. Yo también fui joven y, visto en perspectiva, tirando a tan estúpido, frívolo, superficial e ignorante como bastantes de los que lo son hoy, aunque esas no sean condiciones necesariamente asociadas a la edad temprana. Lo bueno es que el tiempo puede ir resolviendo alguna; no lo cura todo pero a veces llega a maquillarlo. Lo malo para algunos es que nunca encuentran la fórmula del remedio, o tal vez esté marcado que les aparezca demasiado tarde.
Me incorporé relativamente joven a lo nuestro, recién cumplidos los 28, y fui creciendo al mismo ritmo que se transformaba la sociedad, y en eso sigo a medio año de cumplir los 68; la sociedad, y la cocina con ella, nunca deja de evolucionar y por ahora les mantengo el paso. Por cierto, hablando del 68, ¡qué buen año! Para los Rioja y para la vida. Lo recuerdo como el detonante que lanzó a una generación entera a debatir, discutir, cuestionar, rebelarse, aprender a pensar por su cuenta y a moverse cambiándole el ritmo al paso del rebaño. Llegué siendo joven a un mundo que se rebelaba y alcancé la madurez en un tiempo en el que la juventud busca mayoritariamente revelarse. Cambias una sola letra y la historia queda patas arriba. Mi hermana Raquel, dedicada entre otras cosas a analizar y estudiar el edadismo en la sociedad y la cultura de nuestro tiempo, tendría mucho más que decir.
Es más difícil hablar de la vejez cuando sientes su cercanía, en mayor medida por lo que te gritan -y por lo que empiezan a murmurar los huesos y algunas articulaciones- que por como te ves o te sientes. Peter Pan y su gente nunca envejecieron, pero a nosotros nos excluyeron del reparto de la película. La vida real es un cuento que no admite la vuelta atrás, para mí y para lo demás. Entre ellos, unos puñados de cocinerillos, que entienden que el mundo está obligado a girar a su alrededor. Como aquel que conocí, recién escapado de Santiago y las miserias de su pasado, y al que defendí y promocioné en los primeros pasos de mi historia de amor a primera vista con Chiloé, el magnético archipiélago al sur de Chile.
Ahora me lanza el ‘viejo’ como hacen otros, como una sentencia devastadora, casi como si me fuera a sacar un ojo con el perchero de la abuela. Hoy, ley de vida, será diez años mayor, aunque no lo veo diez años mejor. Podría haber aprovechado la vida para seguir avanzando, pero hay tanta presunción, tanto desprecio, tanto ego mayestático en lo que dice y proclama casi contra todos, incluidos sus vecinos y por supuesto sus colegas… El tiempo no le ha sido benévolo y pronto será víctima de su propia trampa; encontrará quien se lo grite: ¡viejo!
También son diez años mayores y diez años más sabias las señoras que me atendieron en el mercado de Castro, enamorándome del milcao, descubriéndome el profundo sabor marino y yodado del piure o las cholgas ahumadas, o lo es Lorna Muñoz, para fortuna de su cocina, que me dio de cenar en Travesía, y los son otras gentes que me dejaron tomarles cariño. Unos siguen ahí y a otros se les extraña. Entre ellos estaban y están los anteúltimos guardianes de tradiciones, cultivos, historias, usos y costumbres que no podemos permitirnos perder. Llegaron al último capítulo de la vida, o de la muerte (la muerte es parte de la vida del mismo modo que, de una manera extraña, la vida forma parte de la muerte), siendo necesarios, a menudo sin seguidores o continuadores. La cercanía de su marcha nos condena a ser peores.
Algunos se libraron de eso, como mi admirado Simeón Genaro Miranda, el guardián de las quinuas de mil colores y no sé cuántos sabores de Corire, en la Castilla puneña, a unos kilómetros de Juliaca. Tiene sucesor y un gran punto de apoyo en la familia. Su saber no morirá, aunque los jóvenes cocineros sin pasado y sin memoria prefieran condenarles, a ellos y sus quinuas de altura y baja producción, en favor de las cultivadas en la costa y en la selva, siempre más productivas, siempre más insípidas, siempre más baratas y tramposas, abriendo nuevas brechas entre el discurso y el ejercicio del cocinero que cabalga la ola de la moda. El verdugo del pasado se vende por unos céntimos ahorrados en mercadería, y un poco menos de identidad y consecuencia en la cocina.
Algunos viejos llevamos mucho tiempo viendo, escuchando o leyendo de esas y otras cosas, y vamos sabiendo algo. El tiempo nos ha dado de sí para aprender a mirar y luego ver. Carreras ascendentes acabadas en un salto al vacío, hundimientos históricos de los que se salió con buen pie, historias de ida y vuelta, carreras de velocidad, de visto y no visto, y otras de larga distancia, sin prisas y con las pausas necesarias. Hemos sido testigos del laberinto recorrido por muchachos que dejaron de ser cocineros para jugar a ser líderes, agrupando apoyándose y dando cobijo a profesionales más o menos jóvenes, más o menos conscientes y también más o menos necesitados. Y se arrogaron la representación del todo: los comedores populares y la alta cocina, el producto y el productor, la organización del campesino, la formación y la beneficencia culinaria, que no la solidaridad. Prometieron denominaciones de origen a los agricultores pactadas sin contar con los protagonistas y ninguna cobró vida. Vi crecer una generación con muchas causas antes de que se desprendiera una a una de todas sus causas.
Los más mordaces se sonríen cómplices cuando me llaman abuelo. No lo soy pero bien podría serlo, aunque no depende de mí. Se es abuelo por gracia de los hijos, y eso puede suceder a edades que los más rijosos han superado de largo. En el fondo, me gusta pensarme como el abuelo cebolleta de los tebeos de los sesenta. La condición de relator de batallitas pluscuampretéritas ayuda a pensarse útil: hace falta mucha memoria en este tiempo que nos ha tocado en suerte.
Me dan pena los que lanzan el adjetivo, ¡viejo!, como si fuera un venablo mortal. No han dejado de decírmelo por una razón o por otra a lo largo de gran parte de mi vida. A veces de una manera cordial y cariñosa, otras, ahora cuando me acerco a serlo, como un agravio, pretendiendo una condena. Según los parámetros sociales soy mayor (adulto mayor, dicen en Perú, aunque sin definir el momento; en un diario limeño leí llamar anciano a un atropellado de 50): me salto la cola del banco por el acceso preferente, hace años que tengo descuento en las entradas del cine y trato de favor cuando me subo a un avión. Siguiendo los parámetros de nuestro tiempo, debería estar jubilado. No va a suceder por el momento; tengo muchas cosas que recordar y recordarles. No hay futuro para la cocina si no es capaz de mirar al pasado.
El tiempo lo cambia casi todo. A veces no llega a ser suficiente para limar las aristas de la estulticia, o para convertirte en otra persona, incluso puede no dar de sí para hacerte persona; hay costumbres, buenas y malas, que se te instalan y no consigues despegarlas hasta que han dejado de importar. Pero no hay manera de escapar. La gran pregunta es si la vejez nos hace peores, o si el deterioro del estado mental define fronteras que también pueden superarse antes de cumplir los veinte.