La cabeza de un cochinillo

El bueno de Tomás Urrialde cambió una parte de mi vida culinaria el día que me enseñó los misterios escondidos en la cabeza de un cochinillo asado, esa pieza que solía quedar arrinconada al llegar la hora del reparto. El personal peleaba las patas, las paletas (siempre más jugosas) y los costillares, pero miraba con recelo la cabeza; pocos la tocaban, casi nadie la comía. Quedaba para el rarito de la fiesta, que desde ese día fui yo. “Es el mejor corte”, me explicó Tomás, “solo ahí vas a encontrar siete sabores diferentes”, y con esa mirada socarrona y medio de niño inocente que escondía debajo de un mostacho de daguerrotipo, se arrancaba con la nómina: orejas, sesos, lengua, papada, ojos, carrilleras y morro. Tomás era uno de los grandes maestros asadores de Segovia (hizo notable a algún jefe suyo) y un segoviano de la cabeza a los pies. Vestía capa castellana y boina calada, y conocía de memoria la posición de cada árbol singular y casi cada seta que crecían en la provincia. Me descubrió un mundo antiguo repleto de cosas que resultaban nuevas para los que llegamos después.

Desde chico había visto comer cabezas de cordero asadas a mi abuela Concha -en España, mi otra tierra, las abuelas pueden llamarse Concha, o Conchita si es que van camino de serlo- cuando coincidíamos en el pueblo, que era y es Aranda de Duero, aunque hoy las cabezas asadas son una rareza; cosa de pobres. La cabeza de cordero era un recurso tradicional en una tierra acostumbrada a aprovecharlo todo. Del cordero, como sucede con el cerdo o el pato, se comen hasta los andares, lo que incluye los pensamientos (breve inciso, en el Madrid castizo de finales del XVIII y comienzos del XIX, cuando los turistas eran franceses y vestían uniforme militar, a los sesos les decían idiomas y talentos). Todo se aprovecha de estos corderos: de los intestinos a las pezuñas, pasando por rabos, cuellos, estómagos, riñones, patas, lomos, criadillas y costillares. También las cabezas, trajinadas por piezas -las orejas de cordero cocidas, rebozadas y fritas que he comido por docenas en la calle del Laurel, en Logroño, los sesos, también rebozados, las lenguas…- o asadas enteras. Cuando era niño, las aficiones culinarias de mi abuela me dejaban más bien indiferente, hasta que la vi comer el ojo de una cabeza de cordero. Lo metió entero en la boca, lo chupó con fruición y luego lo masticó. Imaginé esa explosión gelatinosa reventando sobre la lengua, las encías y los carrillos, y me asaltó una sensación de asco que no he podido superar. Sesenta años después, puedo decir que he comido todo lo que he tenido delante… menos los ojos de los animales.

Mi vida culinaria creció salpicada de cabezas, casi siempre comestibles. La del jabalí recién cazado, hervida, despiezada y convertida en un fastuoso fiambre, o la explosiva y reveladora de la becada, la esquiva dorada del bosque. También las de cerdo, deshuesadas, puestas en salmuera y convertidas en esas caretas como de carnaval que muestran en algunos mercados de Galicia y se repiten en muchos lugares de China. Y luego están las del mar, empezando por el chupetón obsceno y ansioso a la cabeza de la gamba, el langostino, el cangrejo o el carabinero. La del centollo exige más trabajo, pero casi nada supera en sabor y fragancia a esa peculiar mezcla de sesos y desechos que se juntan bajo el caparazón. Llegado a este punto, mención especial para las cabezas de los grandes pescados del mar, como las de mero que me asan de vez en cuando por encargo en la parrilla de La Mar, en Lima, y te dejan una semana completa en estado de gracia. Imposible olvidar, tampoco, la del paiche de ochenta kilos que Santiago Alves nos asó entero en su Fundo arapaima gigas, a las afueras de Iquitos. Nunca he comido unos cachetes de pescado como esos, ni una cococha que pasara de 300 gramos. También hubo una gran tortuga (de criadero, como el paiche) guisada en su sangre, pero esa es otra historia.

Tengo bien marcada otra cabeza, era de vaca y la vi en la película “El tambor de hojalata” (ya saben, nació de la novela de Gunter Grass) donde la usaban para pescar anguilas. La ataban con una cuerda y la echaban a un lago, tal vez fuera el mar, y pasado un rato tiraban de ella, sacándola llenas de anguilas culebreando por la boca, los ojos y la nariz, donde se habían metido para alimentarse de su interior. Más que el sistema de pesca, natural e ingenioso, me impresionó el desperdicio de aquella cabeza que ya no podría participar de ningún guiso, aunque bien pensado, media docena de buenas anguilas pueden compensar el sacrificio.

Llegamos a la última cabeza, que era de la que quería escribir. Perteneció a un cochinillo castellano y me la sirvieron hace unos días en La Tasquería, el restaurante madrileño dedicado en exclusiva a lo que otros desprecian: interiores de cualquier tipo y origen y exteriores de baja cotización bursátil. La gente de Javi Estévez la fríe entera, intuyo que en un doble juego de temperaturas, porque consigue suflar la piel y dejar crujiendo las orejas y el hocico, mientras los músculos y las glándulas interiores queda suaves y melosos. Solo hay una forma de comer una cabeza como es debido, para aprovechar hasta la última brizna de carne y gelatina, y esta no escapó a la norma: con los dedos. Empecé por las orejas, separé las mandíbulas, me puse con la lengua, limpié los huesos de la parte baja, me hice con la sesada y poco después quedó en una montañita de huesos limpios y un ojo suelto; el otro entró sin avisar y no era el momento de ponerse a investigar: lo tragué y callé. Me chupé veintiséis veces cada dedo, lo que vienen a ser 260 lametones, y gocé como nunca, es decir como siempre que repito el trance.

La foto llegó esa misma noche a mis redes y los comentarios estallaron segundos después. Destacaban los de los indignados, acusándome de todos los males castigados en los mandamientos del animalismo militante, resumidos en uno: crueldad innecesaria. Me hacían saber que podía comer la cabeza que quisiera, en eso son bien liberales, pero no es de buen gusto enseñarlo. Hubo de todo y para todos. Un amigo, el productor Pascal Alama lo defendía como una muestra de respeto hacia el animal; ya que lo has sacrificado, lo mejor es darle el mayor rendimiento posible. Está bien mirado, pero fue poco apreciado; sugerían un respeto superior que no incluyera el sacrificio del bicho: negado el animal, imposible la cabeza. Otros se tiraban por lo personal y unos cuantos (lamentablemente, bastantes de los que celebraban el bocado) mostraban en sus respuestas una cierta deriva hacia la debilidad mental. Me sorprenden más los primeros -los segundos se me amontonan en las cuentas-, sobre todo porque su reacción llega con la cabeza de un cochinillo, nunca con la de una gamba, la lengua de una vaca o, yo qué sé, una ostra recién abierta que nos vamos a comer cruda y viva, todavía moviéndose en la boca.

No sé bien qué esperan quienes siguen la cuenta de un omnívoro sin que nadie les obligue. Tal vez estén pagando alguna penitencia, o sea parte de una extraña labor de catequesis concebida para convencer a los impuros y apartarles, uno a uno, del camino del mal. Entiendo el de la cocina como un mundo abierto y diverso, generoso y de cuando en cuando tolerante, en lugar de esa suerte de campo minado sembrado por el prosélito, aunque empiezo a pensar que las cosas han cambiado, y mucho. Tal vez sea que nos asustan las miradas ajenas, o que sentimos tal necesidad de travestir nuestra visión con el velo de las verdades absolutas, sin importar si hemos pasado por su comprensión real antes de llegar a la negación. En ese contexto, comemos tan necesitados de consagrar emblemas como de erigir anatemas. No nos asusta tanto que alguien coma la cabeza frita de un cochinillo como aceptar que puedan hacerlo sin obligarles a sentirse culpables.

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