En 3500 te ofrecen la carta de vino sin precios. Puede ser para retrasar el susto y que no se te atragante la comida. Al menos tienen carta de vinos y es breve pero suficiente. Otros disponen las botellas en una pared del comedor e invitan al cliente a que elija mientras juega a la ruleta rusa con su tarjeta de crédito. Los vinos son disparatadamente caros en la mayoría de los restaurantes; los responsables suelen ponerlos a la venta multiplicando por tres el precio de compra, incapaces de entender que el vino es un arma promocional para atraer clientes, en lugar de un argumento para alejarlos del comedor.
La carta de vinos de Tributo sería buena (hay vinos atractivos, referencias de prestigio) si no fuera porque los precios la convierten en un relato casi de terror. Con un txuletón de 1 kg y un vino mediano te vas por encima de los 250 dólares, si añades entrada, postre, agua y café, escalas más alto. La última factura que me enseñaron de Nuum subía a 195, sin bebidas. Sus vinos llegan poco cargados, pero no exhiben precios. De nuevo a la aventura.
Vuelvo al Quito de la post pandemia para encontrar en la alta cocina -que a menudo es más bien mediana- la sorpresa de unos precios todavía más disparados que antes. Apenas ha empezado a llegar el turista manirroto, al que solía darle igual ocho que ochenta y justificaba la existencia de esos gigantes con pies de barro que acabaron arrasados por lo caballos de la crisis. Los cien dólares por persona vuelven a ser una cantidad habitual, que crece considerablemente en los templos del lujo, mientras los restaurantes medios se manejan acercándose a los 50. La realidad es que te cobran más por comer en Quito que en ciudades como Madrid, Barcelona o Lisboa.
Una de dos, o el mercado se ha vuelto loco o la capital es una ciudad de ricos y derrochadores. Pienso que la locura, o la ineptitud, está más en los empresarios del sector. Es una historia ya vista. Algún día tendrán que explicar como muchos llegaron a la pandemia en números rojos, en muchos casos llenando cada día y cobrando precios más que notables, y acabaron cerrando sus restaurantes. Podría ser por los gastos de personal -nuestros restaurantes emplean mucho más profesionales de los necesarios; secuelas de la baja formación- si no fuera porque los sueldos son bien precarios.
Hay otros problemas estructurales que penalizan la vida del negocio. Los principales son las cartas demasiado largas -provocan mayor deterioro de producto, aumentando el gasto-, que además son estáticas: dinamizándolas para trabajar con productos de temporada, se reducen los costes de mercadería. Es un secreto a voces: cartas cortas, variables, que se adaptan a los productos de temporada, siempre más económicos; en plena cosecha lo precios siempre son más bajos. Lo mismo sucede con los pescados. Claro está que para hacerlo hay que ir al mercado ¿cuándo fue la última vez que madrugaron para hacerlo?