Jesús que precios (3)

Llamo al restaurante para hacer una reserva. Toman nota, me indican que tengo un margen de 15 minutos –me gusta que pongan freno a esa ley no escrita según la cual los limeños pueden llegar a sus citas cuando mejor les parece, bloqueando la vida del restaurante y congelando el ánimo de quienes se aparecieron a su hora- y a punto de terminar la llamada me dice “le avisamos que el descorche cuesta 50 soles”. Plop. ¡50 soles! ¡¡50 soles por abrir una botella!! Deben utilizar sacacorchos de oro. Intenté preguntar “¿Y si la abro yo?”, pero callé como un cobarde. Hoy día, 50 soles son 18,05 dólares (13,88 €). Por 15 € me sirven alguna botella de vino digna -entera y abierta ante mí- en un restaurante medio de Madrid; que, visto con bastante optimismo, viene a ser el equivalente al que acabo de llamar.

No es un hecho aislado; toda una costumbre en esta Lima que derrocha como si fuera Singapur y convierte el descorche en la versión urbana de los cupos que se pagan en otros lugares, aunque por motivos bien diferentes. No culpo a quienes no visitan restaurantes en los que cobran por abrir una botella poco menos de lo que deberían facturar por una botella de vino entera, abierta ante el cliente y servida -poco a poco, por favor; no es Inkakola, es vino- en buenas copas de cristal.

La pregunta es evidente. Si un restaurante cobra 50 soles por abrir una botella que no ha pagado, como medio para protegerse de los ingresos que pierde con la venta del vino ¿aplicará a las botellas que vende el mismo margen comercial de 50 soles? Estaría bien, pero no se hagan ilusiones. La práctica consiste en multiplicar al menos por tres el precio que pagaron.

Cambio de escenario: una carta de vinos cualquiera y un vino conocido. Por ejemplo, el español Juvé i Camps, el cava de moda por esta parte de la sierra. En el sitio web de Vinorema (España) se ofrece a 9,39 € por botella, transporte incluido, unos 7 € (25,20 soles) en distribuidora. Lo encuentro en la carta de los restaurantes a cifras que rodean –arriba o abajo- los 270 soles. Cien dólares por un vino mediano es un peaje demasiado alto para cualquier aficionado mínimamente cuerdo.

¿Qué le hacen a los vinos para que lleguen a la carta del restaurante con el precio en origen multiplicado por diez? ¿Tantos impuestos paga? ¿Tan costoso resulta embarcarlo en un contenedor y traerlo hasta Lima? La verdad es que sí: paga impuestos altos y cuesta trasportarlos, que Lima anda lejos de todo, pero no lo suficiente para justificar el disparate. Entre impuestos, transporte y gastos de estructura y gestión –comparados con el volumen de ventas son considerables; ojo, en el caso de las grandes distribuidoras suelen incluir el salario de los sumilleres de ciertos restaurantes, que les garantizan sus ventas- la cosa se pone en un pico. Lo normal es que se cargue alrededor del 120 % sobre el precio en origen para que el distribuidor obtenga un beneficio medio del 18 %.

Las cifras se vuelven definitivamente locas en cuanto el vino llega al restaurante. El margen mínimo que se aplica es del 300 %, aunque el porcentaje puede llegar a duplicarse. En eso, como en tantas otras cosas, seguimos en las prácticas del siglo XIX. Lo más llamativo: esos atropellos acaban afectando a la gestión del restaurante. Cuanto más caro es el vino, menos venden… y a pesar de ello, cada día invierten más en aumentar su bodega. Están medio locos.

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