Introduzco mi nombre en ChatGpt, aclarando además que participo del mundo de la cocina, por ver qué tanto me conoce uno de los programas de inteligencia artificial y el diagnóstico no se hace esperar. Es claro e impreciso. Demuestra algo que destaca cada día el ejercicio del periodismo gastronómico: se pude escribir como los ángeles y no decir nada. Explica que soy un reconoció chef y experto culinario de Perú, responsable de importantes aportes al mundo gastronómico. He creado, dice, técnicas innovadoras y aplico ingredientes peruanos para dar lugar a los que define como platos únicos. Frase a frase, el programa va iluminando una trayectoria vital que me perfila como un hombre nuevo. Inmaculado y listo para estrenar.
Parece ser que me apasioné por la cocina de muy joven, ayudando a mi madre entre fogones. Estudié cocina en Francia antes de volver a Perú, donde trabajé en muchos restaurantes, incluidos Astrid & Gastón y Central, y en ese tiempo me revelé como un firme defensor de las prácticas sostenibles y responsables, mientras promovía el uso de ingredientes orgánicos y de origen local. También me signifiqué en el esfuerzo por reducir el desperdicio de alimentos. Soy un cocinero de mi tiempo.
Mi popularidad, cuenta, se debe al uso de ingredientes peruanos en mis platos, como la quinua, el ají amarillo y las frutas amazónicas, y al empleo de técnicas que define como innovadoras, entre ellas el uso del nitrógeno líquido para crear helados con texturas y sabores inusuales.
Hay algunos detalles más -entre ellos la creación de Mistura– antes de llegar a las conclusiones: “las aportaciones de Ignacio Medina al mundo gastronómico han sido significativas. Su uso innovador de ingredientes y técnicas de cocina peruanas ha ayudado a elevar la cocina del país a una audiencia global. A través de su trabajo, también ha promovido prácticas alimentarias sostenibles y responsables, convirtiéndolo en un verdadero visionario culinario”.
Puede que haya otros programas más elaborados y enjundiosos que ChatGpt, que por el momento no me parece particularmente inteligente; parece transitar la fase de aprendizaje. Visto el resultado, no parece complicado que otros lo superen: no acierta otra cosa que no sea mi nombre, y eso se lo conté yo. No se molestó en mirar en Gloogle.
Ni soy cocinero, ni me formé en Francia, ni soy de Perú, aunque sea peruano -no nací allí-, ni he trabajado en restaurantes del país, mucho menos en Astrid & Gastón o Central. Me gusta la cocina, pero cocino en casa (Can Medina llamo a mi comedor, siguiendo una vieja broma) y no soy precisamente un cocinero técnico. Por otra parte, el nitrógeno líquido dejó de ser innovador hace quince años y queda más allá de las fronteras que busco en la cocina. No tuve que ver con la creación de Mistura, aunque fuera participante habitual, y tampoco aprendí a cocinar con mi madre. Era una gran mujer y acabé siendo su cómplice, pero sería mejor para todos que los dioses de la cocina tejieran un manto de silencio sobre su legado culinario; bastante tuvo con dar de comer a ocho cada día.
La inteligencia artificial entra con fuerza, propagandistas, trompetas y fanfarrias en nuestras vidas y llegará un momento en el que nos las distorsione, aunque todavía le falta. Apenas se está presentando, pero llegará a ser como lo que explica la RAE al definir el concepto: una disciplina científica que se ocupa de crear programas informáticos, que ejecutan operaciones comparables a las que realiza la mente humana, como el aprendizaje o el razonamiento lógico. Cuando consiga lo del razonamiento lógico, nos deja sin trabajo; de eso no solemos derrochar.
Veo más gramática parda construida a golpe de lugares comunes que razonamiento o lógica. El mayor logro de los creadores está en la capacidad del programa para recrearse en los huecos del discurso, sin más razón que el mandato de hacerlo o la voluntad de distorsionar la realidad. Nada en lo que no pueda ser superado por los encargados oficiales del relato. Mientras la inteligencia artificial da sus primeros pasos, pelea a brazo partido con periodistas, escritores o historiadores que trazan nuevas rutas en la historia, decididos a construirla más como un relato de lo que les hubiera gustado que sucediera, que una descripción real de lo que realmente ocurrió.
Cuando el programa sea capaz de recopilar datos, ordenarlos y exponerlos limitando el uso de adjetivos, me lo compro.
La interpretación espuria, la desinformación o directamente la ignorancia son compañeros habituales de viaje en el ejercicio del día a día. Es tan antiguo como la comunicación gastronómica, pero en los últimos años es más celebrado que nunca. No hay mejor ejemplo que el jolgorio y las algarabías que suscitó hace unos años la publicación de El engaño de la gastronomía española, perversiones, mentiras y capital cultural. Una obra trufada con tantas lagunas informativas -la bibliografía empleada era tan corta como superficiales los argumentos-, medias verdades e interpretaciones torticeras que bien pudo considerar un título alternativo: “Emosio engañaos, revisión choni de la historia reciente de la alta cocina”.
La edición gastronómica es y ha sido un mercado propicio para el filibusterismo culinario. Desde el editor que recibe el original -crecí en un tiempo sin internet o mensajeros motorizados- mientras aclara con una gran sonrisa que no entra en sus planes pagarlo, hasta el que encara la promoción de tu libro ocultando tu nombre, que es el del autor. Era, es, uno de los grandes exponentes de la trivialidad gastronómica y cuando se lo recriminé consideró compensarme con el envío de un paquete de ejemplares gratis. No entendió que los rechazara.
La desinformación se extiende al discurso de la historia. Lo que debería ser una recopilación ordenada de datos se rodea de tantos condicionantes, intereses, filias y fobias que pierde gran parte de su valor. Obliga a bucear tanto entre lo real, lo imaginado y lo silenciado que dejan de ser referentes válidos. Recuerdo tres momentos en las que se ha intentado abordar la historia del periodismo español. La primera la hizo Manuel Vázquez Montalbán en Saber o no saber, manual imprescindible de la cultura gastronómica española y fue tan parcial como el resultado. Éramos pocos e ignoró a un tercio largo. Hubo hace unos años otra obra, La cocina de la crítica, publicada en forma de autoedición y vendida en Amazon, que intentó profundizar más de lo que lo hizo Vázquez Montalbán, y fue mucho más lejos, pero me pareció que tampoco llegaba donde debió. Hubo reseñados que escribieron el texto que describía su trayecto. El último, ordenado por lagunas temporales, se perdió por el camino.