En el comedor de los Kisik parece haber terminado el tiempo de las esperas y las vacilaciones. Ocho meses después de la inauguración, IK empieza a ser lo que todos imaginábamos al comienzo: una propuesta estimulante que reclama la atención del mercado. Nada que ver con lo que ha venido mostrando en los primeros meses de vida.
Ha sido un tránsito duro y complicado. Para lograrlo han tenido que dejar de lado indecisiones y fidelidades mal entendidas. La cocina actual es una disciplina que exige una renovación permanente; algo imposible cuando se trabajaba con recetas heredadas del pasado y sin un jefe de cocina que sepa interpretarlas y transformarlas para ponerlas al día. El cambio se ha concretado con un doble advenimiento, en forma de asesoría externa, por un lado, y con la incorporación simultánea a la dirección de la cocina de una joven y prometedora Mónica Kisik, bióloga y cocinera formada en el Baske Culinary Center y en las cocinas de Dan Barber, en New York.
Los aperitivos son ahora estimulantes. Un buen ejemplo es un tiradito servido en un solo bocado: un rollito de trucha relleno de crema de maca y envuelto en una hoja de mizuna (mostaza japonesa). A partir de ahí llegarán algunas propuestas que me parecen bien concebidas. Desde la ostra de Máncora –felizmente recuperada en nuestras cocinas-, que domestica su tradicional sabor bravío con un condimento oriental, hasta el tiradito morado –lenguado coloreado con maíz morado y leche de tigre de aguaymanto-, un plato hecho y derecho que brilla a más altura si reduce la dosis, como cuando llega dentro del menú degustación que el restaurante empieza a organizar de una manera informal. A partir de ahí, la carta de IK muestra algunas vacilaciones propias de una cocina en pleno proceso de reafirmación. Se ve en ese sentido una lucha en dos frentes. De un lado entre las incertidumbres del proceso creativo recién estrenado y del otro con algunos platos heredados del menú original. El mejor ejemplo son los velos de chirimoya que cubren una especie de ensaladilla de langostinos, un plato anticuado que no tiene lugar en la alternativa recién estrenada. Otro de los “históricos”, llamado Chita 190º -recrea el salmonete ideado por el vasco Martín Berasategui-, con la carne cocida y las escamas crocantes, sigue adoleciendo de los mismos problemas técnicos de siempre: las escamas muestran un ingrato sabor graso.
Los problemas empiezan a ser excepciones dentro de una cocina que muestra más signos de esperanza que decepciones. Entre los aciertos, la atractiva trucha ahumada con leche de tigre preparada con maca y rematada con chicharrones de piel de trucha, las conchas con lulo, dashi y huacatay o el mero con caldo de cochinillo, un honroso superviviente de la vieja carta. En el debe, el cebiche amazónico; más que un cebiche, un sudado con poco caldo y el pescado muy guisado.
Los platos de carne se redimen con un muy bien resuelto vacío de wagyu –nombre real de una raza que muchos confunden con la carne criada en Kobe-, tierno y sabroso, que condimentan con una demi-glace (un jugo concentrado ligado con una salsa española espesada con harina) de lomo saltado y acompañan con un puré de papas ejemplar. No me agrada el excesivo fervor por los purés que encuentro en muchos restaurantes, pero esta vez las cosas cambian. A cambio, el arroz con setas que le acompaña en una cazuela aparte no pinta nada en esta historia.
Puntuación: 14/20.
Tipo de restaurante: alta cocina peruana.
Elías Aguirre, 175. Miraflores. Lima.
T: 6521692.
Tarjetas: Visa, Master Card, Diners y American Express.
Valet parking: sí.
Precio medio por persona (sin bebidas): 150 soles.
Bodega: Bien.
Lo mejor: la trucha ahumada con leche de tigre de maca.
Observaciones: Cierra sábado a mediodía y domingo.