Historias e historietas

Espero el día en que la comida no simbolice nada y sólo sea eso: comida

Me siento en Cosme y lo primero que me cuentan, antes siquiera de preguntarme si se me antoja beber algo, es la historia de las botellas que cuelgan del techo y las nosécuantasmil trescientas cinco tapas –ni una más, ni una menos- que debería admirar al fondo del comedor, cuidadosamente pegadas a la pared alrededor de la silueta de un gallinazo. Presentan el ave como el recién descubierto símbolo peruano del reciclaje y la ecología. Otro mozo repite la misma historia al traer los panes. Cuando preguntas, parece que en eso acaba el compromiso del restaurante con la conservación de la naturaleza. La narración tampoco guarda relación con la cocina del nuevo negocio: ni asume compromisos con el medio ambiente, lo orgánico o lo sostenible, ni eso deriva en una línea específica de cocina, ni -por suerte- sirven gallinazo. Una historia fascinante, aunque no deja de ser eso: una historia. En mi edificio reciclamos papel, vidrio y plástico, y lo hacemos por separado, pero el portero no lo cuenta a las visitas. No les interesa; vienen a otra cosa.

Doy el salto hasta el comedor de Astrid & Gastón. Acaban de estrenar el nuevo menú degustación y parece que, al fin, renunciaron a castigar al cliente con las explicaciones interminables de propuestas anteriores. Lo titularon Lima 2015 y recoge los productos que definen los sabores de la ciudad. Escueto y simple. Los platos pasan y las descripciones son breves. Estoy pensando que no recuerdo haberme sentido tan relajado en este comedor, cuando veo llegar un carrito auxiliar con un batán de buen tamaño y algunas cajitas con ingredientes hasta el costado de mí mesa. Es el turno de la huatia y han decidido que ha llegado ese punto preciso en el que el máximo deseo del cliente es abandonar la conversación para recibir una clase magistral sobre la huancaína. Faltaría más. Durante seis minutos, la camarera trabaja, mezcla y tritura ingredientes, mientras cuenta todo lo que nos gustaría saber sobre la huancaína y nunca nos atrevimos a preguntar.

En IK te explican que el restaurante es una gigantesca jaba; un cajón de los que se usan para transportar frutas y verduras, pero con clientes dentro, en lugar de vegetales. Imprescindible para entender lo que vas a comer. En Panchita se paga peaje: no permiten seguir con la conversación si no te dejas explicar los misterios de la tabla de panes, las mantequillas y las salsas que pueblan la mesa. Y así sucesivamente. No hay restaurante que se precie sin una historia que contar. Respiro aliviado cuando me siento en el chifa y me traen directamente el menú. Se agradece la discreción, para variar. Ni una palabra sobre el espíritu que ilumina la historia de las tres generaciones de la familia Huan, responsable del negocio, ni las aventuras que vivieron en el trayecto hacia el nuevo mundo. Lo pienso y siento un escalofrío. Hay tanto simbolismo en la cocina china que si la moda se extiende al chifa, acabaremos muriendo de inanición.

Real o inventada, casi todos tienen una historia por narrar y un concepto que pregonar.

Algunos días me da la risa floja y otros me invade una profunda sensación de vergüenza, pero siempre me vienen a la cabeza las mismas preguntas ¿Hacemos una cocina tan extraña que el comensal precisa un libro de instrucciones para entenderla? ¿O tal vez sea que necesitamos un guía especializado para adentrarnos en la espesura del plato, sin ser devorados por los animales salvajes que lo pueblan? Mientas espero la respuesta, sueño con el día en que la comida no simbolice nada y solo sea eso: comida.

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