Escritores y cocineros

Está visto que el Perú es un país sin matices. Cuando Ivan Thays niega la cocina, medio país se le echa encima. Cuando Gastón Acurio pide respeto para las opiniones ajenas el mundo de la cultura le echa en cara su presencia en el jurado de un premio literario lanzado por Caretas: cocinero a tus cocinas. Y Gastón se dio la vuelta y volvió a sus cocinas. Ya no estará en el jurado del concurso anual de cuentos en 1000 palabras de Caretas. Le mandé un mensaje felicitándole por ello, pero cuanto más lo pienso más me arrepiento de haberlo hecho.

El de la cultura es, ha sido y será un mundo de castas. Aquí y en cualquier lugar del mundo. Gustavo Faverón ha dejado muy claro de qué lado está: del de los escritores. Un espacio vedado a los parias de la cocina. Faltaría más. Podemos aceptar la gastronomía como una forma de manifestación cultural, pero es ridículo pensar en un cocinero como en un igual. Aquí están mis credenciales en Cornell, Maine, Middlebury Standford y allí las de un pobre desgraciado que marchó a estudiar derecho a España y ni siquiera llegó a titularse: volvió convertido en cocinero.

No hay cabida para el universo culinario en el gueto literario. Aunque las publicaciones dedicadas a la cocina quintupliquen las ventas de más de una generación de escritores. Es sabido que lo nuestro es un arte minoritario, que pocos están preparados para entender. Las tiradas millonarias no premian a los buenos escritores si no a los que venden su alma en forma de concesiones a la masa; una licencia a la ignorancia.

Perdón había escrito lo nuestro. Creo que he publicado unos 70 libros y aunque una serie de 25 de esos libritos casi alcanzó los dos millones de ejemplares, soy un escritor gastronómico y por lo tanto un no escritor –la verdad es que hasta ahora siempre me había presentado como periodista y tras esta polémica volveré a hacerlo por el resto de mis días-, más animador de bautizos familiares y lonches de amigos que un miembro de la casta de los elegidos.

Por eso entiendo tan bien el texto de Gustavo Faverón, a quien tampoco he leído nunca –ya lo escribí el otro día al defender el derecho de Thays a decir lo que piensa de su cocina y a criticar la inconsistencia de alguna de sus afirmaciones- pero ese es privilegio de quienes viven al margen del mundo de la cultura: leo lo que me da la gana, del mismo modo que como donde quiero, cuando quiero y como quiero. Por eso me dedico a la crítica gastronómica y me considero independiente (cielos, un crítico, otra casta cercana a los parias de la cocina; resentidos sin talento valorando el trabajo que siempre quisieron hacer).

Confieso que lo intenté un tiempo hace muchos años: empecé a ver “las películas imprescindibles”, a leer “los” libros, a recorrer espacios culturales en busca de lo más extraño, lo más avanzado y lo más cool. Me aburría tanto que acabé dejándolo. Pero sigo opinando sobre cine, literatura, música o pintura, del mismo modo que no he dejado de votar desde que la recuperación de la democracia me dio ese derecho en España.

Después de leer a Faverón en La Mula queda claro que un cocinero no tiene currículum suficiente para juzgar la calidad de un cuento, aunque lea cada día. Dejémoslo así. El problema es que a partir de ahí podemos ir creando una cadena de conclusiones: un escritor debe abstenerse de hablar de cocina, aunque coma cada día, del mismo modo que un ciudadano debe renunciar a cualquier exigencia política por ser un tema reservado a los profesionales del rubro ¿El derecho a voto debería limitarse a los políticos profesionales para evitar desviaciones? Absurdo ¿no es cierto, Señor Gustavo?

El mundo de la cocina debería sentirse agradecido con los grandes escritores peruanos (los buenos de verdad, claro, no los que venden y son leídos). Soportan a los cocineros con educación, media sonrisa y gesto displicente. Tal cual hacen con su empleada, el chofer de su papá o el portero de su casa, al que cada vez que viajan le guardan la cajita de los dulces que reparten en los vuelos de Lan. Ellos siempre agradecen lo que los demás no son capaces de comer.

Me gusta la polémica que se ha creado en torno a la cocina peruana, por artificial y fariseo que resulte. Podría haber sido un buen momento para debatir sobre la libertad de expresión, la necesidad del debate para avanzar, la contraposición de ideas como motor de la reflexión… Lo que no me agrada tanto es lo que asoma tras ella; empezó tratando de la intransigencia de la sociedad peruana y conforme avanza empieza a desvelar muchas otras cosas: el clasismo, los prejuicios sociales, la prepotencia y los privilegios de casta que rigen el universo de la cultura.

Si viviera en otro mundo me gustaría pensar que la revista Caretas, en un arrebato de cordura, cambia a todos los miembros del jurado del concurso de cuentos por representantes de los destinatarios reales del premio: los lectores. ¿Un escritor puede juzgar un texto mejor que un lector? Una tontería más en medio de un debate estúpido.

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