También quienes nos dedicamos a comer vivimos más allá de la comida. Aunque algunos lo consideren intolerable; carta blanca para hablar y escribir de cocina, veto para cualquier otro tema que pueda incomodar; sobre todo cuando eres forastero y hablas de las cosas del Perú. No importa lo que digan. Hoy no escribiré de cocina… o tal vez sí; al fin y al cabo les voy a contar de alguien que con toda seguridad nunca estuvo en un restaurante. El drama de la cocina, y sobre todo de la comida, es que también incluye a quienes pasan hambre. No está de más recordarlo de vez en cuando.
La casualidad me lleva la tarde del miércoles a pasear el almuerzo bajo los chopos de la Calle Embajadores, en Madrid. Vengo de El Boquerón, pero esa es una anécdota mínima en esta historia. Paso por la puerta de la antigua fábrica de tabacos (le llaman La Tabacalera, un edificio gigantesco convertido en centro cultural autogestionado por grupos alternativos) y me doy de frente con el cartel que anuncia la exposición “Laberinto de Miradas”. Cientos de fotografías –algunas tremendas, otras estremecedoras, la mayoría inquietantes- repartidas por salas, pasillos y cubículos. Había leído de ella y escuchado de una obra pergeñada en Perú por la fotógrafa peruana Marina García Burgos y el historiador del arte español Ricardo Ramón, agrupados en el Colectivo MR.
Le han dedicado una sala oscura y negra como el abismo en que cayeron el 13 de diciembre de 1984 las 92 víctimas escogidas por el Ejército Peruano para perpetrar una terrible matanza en Putis. Marina me ha hablado del suceso y lo recuerdo con detalle, pero busco la noticia en la base de datos de La República para no traicionar la memoria.
Un total de 92 seres humanos -hombres, mujeres y niños de corta edad- fueron obligados a excavar la fosa de una piscigranja en la que finalmente serían ejecutados y enterrados de forma clandestina. Después de 24 años desaparecidos, sus restos fueron exhumados en 2008. Sólo quedaban sus ropas, tejidas a mano por sus propias familias. Ni huesos, ni cartílagos… sólo ropas, zapatos, gorros y algunos adornos. Los mismos que sirvieron a sus parientes para identificar su origen. Tocando los nudos, identificando la mano de quien las confeccionó, adjudicándoselas a sus seres queridos…
Las encuentro extendidas sobre el suelo de la sala en una caja luminosa que reúne en un descomunal bloque catorce fotografías forenses. Aquí un zapato diminuto, allá un pantalón azul y dos zapatos, una chompa maltrecha, un gorro de colores, faldas minúsculas… ropas de gentes que dedicaron su vida a la mera supervivencia y la terminaron ahogados en una piscigranja sin peces. Sólo tierra.
El impacto es tremendo. Todo el peso de esas gentes –y de muchas otras; me hablan de miles de desaparecidos como los de Putis- cae de golpe sobre mi. Me quedo mirándola sin poder moverme. Apenas acierto a pensar que es una pena no tener la historia de estas gentes escrita junto a esta obra. Luego todo se diluye y la conmoción oculta cualquier pensamiento.
Llevo la emoción colgada de los ojos… rompo a llorar en silencio, procurando no llamar la atención. No por vergüenza, sino porque siento una turbación tan intensa y tan íntima que en ese momento me resisto a compartirla. Hay poca gente recorriendo la exposición, pero empiezan a mirarme como si estuviera cuerdo… los locos ya no llaman la atención de nadie; ni siquiera cuando piden el voto o anuncian el suyo propio para quienes después hicieron cosas como esta.