El vino y el sumiller

La relación con el vino entraña un mucho de magia y un tanto de aventura

El vino es un ser vivo. Nace, crece, madura, envejece y muere. Ningún momento de su vida es igual al otro y tal vez eso sea lo más fascinante de su naturaleza. Su trayectoria puede ser más o menos larga, rica o intensa pero mientras dura se convierte en una fuente de emociones. Unas veces gratas y otras no tanto. El encuentro con el contenido de una copa nunca se presenta de la misma forma; siempre llega revestido de nuevos matices y características diferentes. Es el privilegio de quien se encuentra con el vino desde una perspectiva dichosa: bebemos para disfrutar. Nos acercamos al vino en busca de sensaciones placenteras. No es un planteamiento extraño para esa legión de bebedores que persigue el placer en cada sorbo de vino, convirtiendo el contenido de una sola copa en un tremendo parque de atracciones dedicado a los sentidos.

El vino se desnuda sorbo a sorbo. Todos sus misterios van quedando al descubierto en cada trago. De alguna manera, la relación con el vino entraña un mucho de magia y un tanto de aventura. Nos acercamos a él sin saber donde nos llevará. Da igual si lo hemos bebido antes o guardamos seis botellas iguales en el mismo rincón de la bodega: cada una acabará abriendo puertas diferentes. Las distancias se acumulan. En ocasiones son insignificantes y en otras nos trasladan a universos contrapuestos. Cada botella es en sí misma lo más parecido a una novela de misterio. Hasta el final, nadie conoce el desenlace.

El mundo del vino es tan cambiante, rico y variado que admite pocas fidelidades, aunque sucede en ocasiones. Cuando ocurre, se establecen lazos que pueden ser eternos; por encima de las añadas y mucho más allá de las circunstancias. Algo ha cambiado desde esta perspectiva en la relación entre el vino y el mercado. Cada día tenemos una relación más real y fluida. El consumidor del pasado era fiel a los orígenes, las etiquetas y las añadas, mientras el actual busca cada día más el lazo con las emociones. Somos más conocedores.

Una cosa es catar y otra muy diferente beber. El catador se enfrenta al vino para desmenuzarlo, desnudando su naturaleza. Lo disecciona, lo analiza y lo describe, en un ejercicio que encierra un gran atractivo pero acostumbra ser frío. Es una práctica que puede llegar a ser fascinante pero esquiva las pasiones. Por su parte, el bebedor persigue emociones por encima de cualquier otra consideración. Bebe para disfrutar, persiguiendo una quimera: estremecerse con cada sorbo. Busca el placer y goza profundamente cada vez que lo consigue. Los datos –la marca, la añada, la cepa…- complementan su experiencia, pero no la determinan.

No hay nada más sublime en la naturaleza de un vino que su capacidad para convertir cada trago en el comienzo de un interminable festín de palabras y sensaciones, que a veces se prolongan tibiamente, casi hasta el infinito. El bebedor suele convertir su relación con el vino en un acto íntimo, rodeado de una extrema sensualidad, que al final necesitamos compartir. Imposible mantenerlo en silencio. Beber es un acto que define vínculos.

El trabajo de un sumiller no consiste en memorizar cepas, etiquetas, añadas, zonas de producción, nombre de bodegueros y apellidos de enólogos. Ninguno de esos datos vale para explicar una sola de las emociones que contiene una copa de vino. Deben aprender a entenderlo y eso implica hablar de sensaciones. Imposible llamarte sumiller si no eres capaz de sentir y entender el vino. Los datos sólo impresionan ya al recién llegado. Ser sumiller significa amar el vino por encima de todo, comprender su naturaleza y ser capaz de transmitirla.

Share on FacebookTweet about this on Twitter