El tamaño importa

Acabo de llegar a uno de esos locales jóvenes que asoman poco a poco en los barrios de Lima. Puede ser en La Victoria, San Borja, Lince, San Miguel, Surco o Magdalena; no importa. Una pizarra colgada en la pared habla de guisos con nombres estimulantes. Salen de ese aeiou cotidiano que convierte buena parte de nuestros restaurantes en el epicentro de una especie de bucle espacio-culinario-temporal, en el que todo es igual o, al menos, se parece; una repetición sin fin de fórmulas y combinaciones. Entre el anuncio del asado negro y el de la tortilla de yuca, la carta escrita sobre el muro muestra más que promesas.

Llamo al camarero y pido cuatro platos, uno tras otro. Hay que acumular referencias para ver el estado de un restaurante. Abre los ojos como platos justo antes de dibujar un gesto de terror, como si se le hubiera instalado un gallinazo en medio de la pupila, y me pregunta si necesito una mesa más grande. Creo que duda entre pensar si he quedado con un grupo de amigos y estoy adelantando el pedido, o tengo familia numerosa y han marchado todos juntos al baño. “Es mucha comida”, me dice en cuanto se repone del susto. Tiene razón, cuatro platos son muchos en cualquier lugar del mundo, más todavía en Perú, donde seguimos comiendo formatos: ande o no ande, plato grande. En este caso son aún mayores. “Nuestro concepto”, me dicen, “es servir fuentes para compartir”. Me pregunto cuando fue que las fuentes para compartir llegaron a ser un concepto culinario, pero dejo el tema para otro día.

El comedor empieza a tomar vida y las mesas se van ocupando. Frente a la mía, una pareja joven discute qué comerán hoy. Deben haber venido antes y tienen claro que sólo pueden pedir un plato sin desnivelar su balanza alimentaria. Ella propone algo ligero, pero su pareja prefiere un asado con frijoles, plátano frito y ensalada de palta. Argumenta que tampoco es para tanto. Ella mira de reojo a mi mesa, donde acaba de llegar ese mismo plato, y se niega en redondo; es una fuente como para cuatro llena casi hasta los bordes. Más bien un plato combinado: cuatro guisos sin la menor relación mezclando sabores, texturas y temperaturas en la misma fuente.

La mujer acaba cediendo ante el argumento de su pareja: cuando van al cine siempre elige ella. La compensación llega en forma de fuente de asado que reparten con precisión casi quirúrgica. Ella se queda con la ensalada de palta y cara de pocos amigos, mientras él se apropia de la carne, los frijoles y el plátano. Parece que alguien está a punto de pasar la noche en el sofá. He visto la misma historia en otros restaurantes y en mesas ocupadas por tres o cuatro amigos. Elegir un plato para compartir implica una negociación de la que resultan unas cuantas renuncias. Planteada desde esta perspectiva, la comida deja de ser una experiencia concebida para el goce y se convierte en un asunto de vencedores y vencidos.

Tanto daría servir el asado en un plato mucho más chico, convirtiéndolo en algo que pueda comer una persona sola. ¿Qué problema hay en eso?. Tanto daría cambiar la fuente por un plato y dar a elegir al cliente el compañero de viaje preferido –frijoles, plátano o palta- para servirlo en otro. Seguiría siendo demasiada comida, pero cada elemento conservaría el sabor que le dieron en la cocina. Tanto daría servir porciones que permitan comer dos platos en la misma comida sin salir rodando del restaurante. Sería un buen principio para explorar el terreno que define la diferencia entre comer y tragar.

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