Álvaro Clavijo anuncia sucursal de El Chato en Madrid para el mes de julio, concretando una idea que le obceca desde hace tiempo; desdoblará su restaurante bogotano, dispuesto a conquistar España. Lo contaba hace año y medio, lo desmintió cinco meses atrás, cuando hablamos de las lagunas y las debilidades que mostraba su cocina, y vuelve a la carga utilizando una de esas historias de amor a primera vista tan de moda. Quiere el romance que la decisión final vino empujada por el flechazo interoceánico de un cliente extranjero, quien acabó el almuerzo enamorado de la cocina de Clavijo y le propuso llevarla a Madrid. Las agencias de comunicación construyen hoy fábulas difíciles de creer incluso para un estudiante de primaria. En realidad, la anunciada apertura de Álvaro Clavijo en Madrid viene a concretar una obsesión. Hace dos años que mueve cielo y tierra, presiona a los amigos con contactos y se ofrece a quien haga falta, empujado por la necesidad vital de ser reconocido en España.
Llegué a Bogotá días después de que Latin America’s 50 Best Restaurants consagrara el ascenso de El Chato al séptimo lugar de la lista, posicionándolo como el mejor restaurante de Colombia. La cocina de Álvaro Clavijo se me presentó entonces a medio camino entre la nada y el infinito, como si no tuviera claro hasta dónde quiere o puede llegar. Mostraba vínculos con el producto al mismo tiempo que lo escondía, exhibía dominio de unas técnicas culinarias y torpeza en el manejo de otras. Momentos felices y dudas se mezclaban para abrir amplias zonas de sombra. El plato de cangrejo y mandioca y el berrugate con hongos y tucupí eran dos actos de fe. Ni rastro del cangrejo o el pescado, ocultos a la vista por una maraña de crujientes de arroz y una coraza de láminas de hongos, respectivamente, y perdidos sus sabores, uno bajo el peso del puré de aguacate que empastaba el plato -los purés son recurso fácil y socorrido, pero suelen cobrarse un alto precio, ocultando la naturaleza de sus compañeros de viaje- y el otro por la intensidad del tucupí, un potente preparado amazónico.
La papada de chancho mostraba la extraña relación de las nuevas generaciones con la cocina al vacío: sequedad y consistencia donde debió haber ternura y gelatinosidad. Ocurre por replicar fórmulas ajenas sin pensar que fueron concebidas para productos muy diferentes. El postre fue una atrevida combinación de pino, miel, polen y shiitake que elevaba el nivel, pero el empleo de una seta cultivada en un restaurante que quiere representar la excelencia plantea un quiebre añadido. Precario bagaje para trasladarlo al otro lado del mundo. Bastaron una cena en Leo, pocos días después, y el recuerdo de dos comidas hechas en Medellín y Cartagena de indias para certificar el disparate consagrado en el ranking. Álvaro fue uno de los chefs más activos del año, participante habitual en esas giras de intercambio de votos, juergas interminables y precarias demostraciones culinarias que deciden el escalafón en The 50 Best Restaurants, pero la cocina tiene poco que ver con eso.
En el tiempo de las franquicias, los hijos del boom de las cocinas latinoamericanas viven la obsesión de la multiplicación. El éxito de los restaurantes latinoamericanos ya no se traduce tanto en avanzar, profundizar y consolidar las cocinas como en multiplicar los negocios; cuantos más tienes y en plazas de más prestigio, más vales. La calidad y el nivel de lo que ofreces queda en segundo plano. No es el primero que lo intenta en Madrid. Gastón Acurio llegó, triunfó y cerró hace una década y Mitsuharu Tsumura, embarcado en multiplicar su negocio -Santiago y próximamente Bogotá-, flirtea con la idea. El desafío de España siempre está ahí, aunque muchos fracasaron y otros nunca se atrevieron. Le sucedió a Alain Ducasse, el rey de las estrellas Michelin, quien fue docente ocasional en la Escuela Hoffman en los 90 y recibió unas cuantas propuestas para abrir sucursal en Madrid, Barcelona o Marbella. Se demostró un cocinero prudente, entendió que el glamour y el esplendor del Le Luis XV de Monte Carlo no eran suficiente banderín de enganche para un mercado gastronómico que volaba alto, y volvió la vista a otros mercados.