El peor día posible

El crítico suele tener el don de la oportunidad; llega cuando menos se le espera o, en todo caso, cuando más lejos debería estar. Es la historia de mi vida, como si tuviera una habilidad especial para aparecer en el momento menos oportuno, y la de muchos restaurantes con los que el camino me va cruzando. El último es Salvador, Cocina y Café, el pequeño espacio del centro de Santiago de Chile en el que Rolando Ortega abre las puertas de una propuesta diferente, joven y de mérito.

Aparecí por allí a eso del mediodía pensando que seguían horarios latinos –no sé qué ocurre, pero es como si en esta parte del mundo se adelantara cada día la hora del almuerzo; acabaremos convirtiéndolo en el postre del desayuno- y me echaron para atrás. “Hasta la una solo cafés y tés”. Caminé un rato por el centro, lancé un saludo a la historia al paso por la estatua de Allende, hice tiempo sentado frente al palacio de la Moneda, rellené la billetera en una casa de cambio y algunas de esas otras cosas propias de turistas sin rumbo, para volver a la hora prometida y encontrar un local sin corriente eléctrica. Una avería les acababa de dejar sin luz en el comedor y en la cocina. Fuera, algunas velas mostraban las mesas de los rincones más oscuros. Dentro, me contaron, una batería de celulares iluminaba el trabajo con sus antorchas. La vida del restaurante no se detiene hasta que el cocinero pierde las dos manos; con una sola todavía se apañan muchos sabores.

Para cuando me senté y rompí un azucarero cargado hasta la rosca –no fue para hacerme notar, intentaba nivelar la mesa- ya sabían que estaba allí y una presión añadida flotaba alrededor de mi mesa. Como si no tuvieran suficiente. Empecé a sufrir por ellos mientras un torrente de clientes se hacía fuerte en los dos comedores. A ninguno le importaron las velas o la ausencia de aire acondicionado en estos primeros días de verano.

La fórmula de la casa es bien sencilla: cuatro entradas y cuatro platos de fondo te permiten montar tu menú, añades un té helado y un postre y el asunto sale por 10.000 pesos (unos 14 dólares, todo incluido). La falla eléctrica nunca fue un problema y si lo fue lo disimularon bien. Una gustosa y lograda tosta de bondiola y una longaniza con un hervido de verduras mostraron el alcance de una cocina que se hace fuerte en la normalidad. Cosas de la restauración de nuestro tiempo: lo familiar es un elemento de ruptura, un valor que abre diferencias.

Lo mejor es la constatación del buen estado de salud de la propuesta de Rolando Ortega. Me gusta lo que hace y como lo hace. Lo peor, que este tipo de locales sean una excepción en un continente que anuncia una revolución culinaria. El día que Santiago tenga cinco locales en esta onda significará que la cocina chilena va camino de ocupar un lugar de prestigio en el panorama latinoamericano. Ya me gustaría que hubiera tan siquiera uno en Lima.

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