El corte perfecto

Encuentro una pieza que llama la atención en las parrillas de La Mar, en Lima. Es obra de Andrés Rodríguez y la presentan bajo el nombre de cachete, aunque no explica ni de lejos lo que quiere representar, sino todo lo contrario. Dan la información equivocada. Nada que ver con los cachetes, que acostumbran estar en la cabeza de los pescados de mayor tamaño (también en los chicos, pero el tamaño del bocado los hace insignificantes). Lo que aquí se ventila está en realidad del cuello de una corvina hacia abajo; entre la línea de las agallas y el final del estómago. Cosas del castellano y las idas y vueltas que sigue mientras recorre las tradiciones culinarias de Latinoamérica, añadiendo algunos giros más conforme las cocinas renuevan el vestuario conforme avanzan, se van poniendo al día y renuevan vocabulario. El presunto cachete tiene la forma de la ventresca, un corte tradicional que la cocina vasca asigna desde hace tiempo al llamado bonito del norte –también atún blanco-, y que por extensión se aplica ya a otras especies marinas.

Este cachete viene de una corvina de buen tamaño y reúne en un corte de poco más de un palmo de largo todo lo que busco en un pescado. Es como un directorio de sabores y texturas que se va mostrando poco a poco. Lo mejor es empezar a desnudarlo por los pies. La parte baja marca el inicio del corte, justo en el arranque de la cobertura del estómago, donde la musculatura se reduce a la mínima expresión. No es más que un vértice de cuatro o cinco centímetros de ancho por uno de grosor, en el que la piel toma protagonismo y la gelatina se acumula. El exterior de la piel cruje por el efecto de la brasa mientras el interior va cargado de colágeno. El bocado es graso, untuoso y mejora con la temperatura.

Un paso más arriba el músculo crece, triplicando su grosor y tomando consistencia, mientras pierde potencia en favor de un sabor más franco y neto. Es como la vuelta a la normalidad, aunque es casi un espejismo, porque la escalada hacia la línea de las agallas pone al descubierto uno de los grandes tesoros del pescado. Aquí la carne se convierte en protagonista mostrando el doble milagro de una musculatura que se separa en láminas superpuestas, como si fuera una persiana veneciana, mientras desvela la subyugante delicadeza y la suavidad que guardan. El pescado renuncia esconder cualquier secreto que pueda entrañar su naturaleza. El grosor de la pieza retrasa la entrada del calor y la carne va ajustando la cocción, exhibiendo una tenue línea sonrosada en el centro. Es un encuentro explosivo, elegante, frágil, refinado y envolvente. Basta empujar con la punta del tenedor para que las láminas se separen una a una, multiplicando su naturaleza.

No es el final. Falta el encuentro supremo con la carne escondida entre los huesos que protegen el cuello del pescado y en el nacimiento de las aletas. Es el momento de ensuciarse los dedos y afrontar el encuentro como una búsqueda. Solo son media docena de bocados, pero son los más preciosos. El hueso les ha protegido del fuego, dejando solo tibieza y suavidad, aunque suelen sufrir el olvido rayano en el desprecio del mal cocinero y el comensal descuidado. Las aletas proporcionan la ocasión para el descubrimiento. Entre las espinas se esconde la gelatina. Hay que agarrar las aletas con la mano y atreverse a dejar el otro extremo en la boca para encontrar el sabor del mar. Para el final quedan los huesos que cubren el cuello del pescado. Protegen el tesoro más efímero. El sabor más extremo del pescado y la textura que marca diferencias se reservan para los más atrevidos. Es el premio para quien disfruta la cocina sin complejos.

Se me antoja un corte perfecto, en lucha abierta con el cogote de merluza, otro corte genial lanzado al estrellato culinario de los setenta desde el asador de Juanito Kojúa, en el Casco Viejo de San Sebastián. Textura y suavidad, la cabeza y el principio del tronco en una sola pieza. Pero esa es otra historia.

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