El trago es la nueva verdad, el cóctel su religión y los bartender sus profetas; los nuevos ricos y famosos de la gastronomía peruana. Todos buscan el cóctel 10, la fórmula inmortal. El combinado que acabe quedando para la historia. La fiebre nos sacude allá donde vayamos: la oferta de cócteles se ha multiplicado por mil en tres días y medio. Nadie lo hubiera dicho cuando Gastón Acurio me sirvió mi primer chilcano en La Mar. Fue hace nueve años, era la preparación clásica sin adornos ni brevajes extraños, y me pareció el compañero ideal para esa parte de la cocina peruana que abraza con pasión el calor del ají y la acidez del limón. Se lo dije y me hizo mirar a mi alrededor: nadie bebía un chilcano en el comedor de La Mar. Durante los siguientes tres años nadie me lo volvió a ofrecer en ningún restaurante limeño.
Unos años después, el chilcano es el centro de un culto que se extiende por maceraciones y mejunjes, a menudo de difícil digestión. Los hay de todos los sabores imaginables, incluidos los más bizarros, como si la voz fuera esconder la naturaleza del pisco. Sólo me faltan el macerado de chupe de camarones y el chilcano de tacacho con cecina para cerrar la lista de extravagancias disponibles. El chilcano cambia hoy de tercio, pasando del trago largo de culto al abrevadero colectivo: el pisco se administra por botellas con el complemento del garrafón de soda y una bolsa de hielo. Empieza a ser más pretexto para chupar que argumento para beber. El gintónic y el piscotónic lo reemplazan en las barras de referencia. Los bartender más contenidos –es decir, tres- lo sirven con trozos de pepino o granos de pimienta. El resto, convierte la copa en una fuente de ensalada.
La coctelería es una disciplina con mil caras, pro los clásicos siempre coincidieron: la simplicidad (no confundir con la sencillez) es un valor esencial. Pocos ingredientes, respeto por el elemento principal, expresividad y facilidad en la preparación fueron las claves que encumbraron el dry Martini, el bloody Mary, el negroni, el spritz, el bellini, el bullshot… Por cierto, ¿cuántos cocteleros limeños saben del bullshot? Demasiado jóvenes para haberlo probado –desapareció con las latas de caldo de res de Campbell, durante la epidemia de las vacas locas en los 90- y demasiado preocupados en hinchar pecho como para leer e investigar. No son muchos los que lo logran pero todos coinciden en algo: la simplicidad nacía de un sutil juego de equilibrios, con la búsqueda de la elegancia por encima de cualquier consideración. Los principios han cambiado. Hoy manda el empalago del azúcar frente a la seriedad, el amontonamiento frente a la elementalidad, la desnaturalización y la indefinición frente a la personalidad.
La coctelería limeña siempre estuvo ahí, bien a la vista de todos. Leo de la barra del Crillón, del Carlín, de la antigua barra coctelera de La Carreta, y conozco de primera el Olé, el Bar Inglés del Country Club o la barra del Bolivar, pero esas son otra historia. Nuestra coctelería actual avanza como un toro desbocado: mucha acción y poca reflexión. Nunca se ha planteado, por ejemplo, que es imposible preparar un buen bloody Mary con esos tomates desnaturalizados que consume Lima: sale un combinado sin color ni sabor. El sabor no importa. La nueva coctelería crece rodeada de chispas, vasos prendidos en llamas o combinaciones fluorescentes que pretenden llamar la atención. Se hace grande en el azúcar y el amontonamiento de ingredientes, los dos enemigos que alteran la esencia del combinado. También le falta al respeto, culminándolo con cañitas, como se haría en una fuente de soda. ¿Qué problema hay en pasar los labios sobre el borde del vaso? ¿algún prejuicio escondido?