La gastronomía peruana necesita denominaciones de origen de verdad
La quinua fue siempre un producto del altiplano. Allá creció para acompañar el trayecto de los tiempos del hombre, adaptándose a una tierra dura y exigente: una producción muy escasa y una cosecha cada cuatro o cinco años. Las tierras altas son mucho más exigentes que las de la costa. A cambio, proponen experiencias diferentes: sabores puros, concentrados y con personalidad, texturas con carácter, raíces ancladas en la memoria colectiva… Hace tiempo que el mercado internacional descubrió la quinua y su cotización empezó a subir. Nada que cambie definitivamente la vida de los productores -los mayores beneficios siguen en manos de los acopiadores- pero lo suficiente para alejarla de las dietas populares.
El cultivo de la quinua bajó hace poco hasta la costa. Allí se consigue una cosecha por año y las producciones son más abundantes. A cambio se hace más dócil, perdiendo personalidad, fuerza y empaque. Poco tienen en común una quinua de la costa y otra del altiplano. Que nadie se engañe; el cultivo en la costa no guarda relación con la búsqueda de precios más bajos para el consumidor humilde, sino con el logro de altas rentabilidades en el mercado internacional.
La lógica obliga a diferenciarlas. Es la única forma de defender al consumidor, explicándole de donde viene y como es el producto que está comprando. También es el camino lógico para proteger al agricultor del altiplano, que trabaja en condiciones extremadamente duras y apenas obtiene rentabilidad de su trabajo. El mundo creó hace más de un siglo un mecanismo que lo hace posible: las denominaciones de origen. La primera, dedicada al vino de Oporto, nace en 1756, pero fue en 1883 cuando alcanza la categoría de sistema de protección internacional.
Una denominación de origen es un sello que garantiza tanto el origen como la calidad del producto que lo exhibe. En Perú tenemos siete DO agroalimentarias -Maca de Junin Pasco, Pisco, Pallar de Ica, Café Machu Picchu Huadquiña, Café Villa Rica, Loche de Lambayeque y Maíz Blanco Gigante de Cusco- y una dedicada a la Cerámica de Chulucanas. Sólo en Italia hay 261 sellos de calidad dedicados a proteger otros tantos productos agroalimentarios, 38 más vinculados a aguardientes y licores y 332 en el sector vinícola. Balance provisional: 631 frente a 7.
La gran diferencia no está tanto en el número, sino en la forma en la que nacen. Las denominaciones de origen europeas crecen desde abajo, a partir de una agrupación de productores que comparten intereses y espacio geográfico. Definen objetivos, delimitan territorio, concretan la naturaleza del producto con el que trabajan, su tipología, las variedades aceptadas, el sistema de producción y, a partir de ahí, trabajan para obtener el reconocimiento y el respaldo de la administración. Aquí tomamos el camino contrario: la administración las crea y a partir de ese momento… muy poco más.
La gastronomía peruana necesita un cambio serio en la ley que regula las denominaciones de origen, para convertirlas en lo que realmente deben ser: un mecanismo de protección para el productor y una garantía para el consumidor. También en un sistema eficaz para promover sus mejores productos e impulsar la búsqueda de la excelencia.
La quinua del altiplano necesita denominaciones de origen -tal vez empezando por Puno, de un lado, y Ayacucho, del otro- que consagren las diferencias, custodien las especificidades de cada una y garanticen su supervivencia.
Muchos otros productos esperan un sello de calidad que los defienda: nuestros cacaos más contrastados –el blanco de Piura y Tumbes, el chuncho de La Convención, el nacional de Jaén-, unas cuantas docenas de tubérculos andinos, la chirimoya, la lúcuma, la palta, el ají mochero, el charapita, unos cuantos cafés, el limón de Chulucanas… ¿continúo?