Hasta mediados de marzo, el de la cocina era un mundo que aparentaba felicidad. Todo se movía según lo establecido, viviendo historias de todos los colores, por lo general enmarcadas con un halo de prosperidad que no dejaba de llamar la atención. El sector había sorteado sin traumas la larga crisis de los bonos basura y vivía dos décadas de crecimiento continuado. Los locales, definitivamente en manos de los fondos de inversión, multiplicaban los arriendos, pero a pocos parecía importarles; los comedores brotaban como hongos después de un día de lluvia. Como siempre, las marcas aparecían y desparecían -la vida media de un restaurante ronda los cinco años-, pero nunca habíamos tenido tantos restaurantes reconocidos ni tantos cocineros tocados por la varita de la fama.
Las cocinas populares, acostumbradas a manejarse contracorriente, se ingeniaron para sobrevivir a los alquileres especulativos y trabajaron en familia para conservar el negocio. Los comedores medios crecían apoyados en la nueva burguesía urbana y la ola de consumo que acompaña su crecimiento, mientras la alta cocina vivía otro episodio de la borrachera de éxito que la acompaña desde principios de siglo. El ocio, convertido en eje vital de las nuevas sociedades, trajo la prevalencia del turismo como industria cardinal y ayudó a levantar el escenario edulcorado e irreal que la pandemia tiró abajo.
Llegado marzo, las cocinas latinoamericanas se encontraron frente a un modelo que hacía aguas, crecido con el turista en el punto de mira mientras descuidaba la relación con el mercado de cercanía, que hasta entonces lo sustentaba. El protagonismo del cliente accidental, de una sola visita, cambió la naturaleza del restaurante. Sucedió cuando empezamos a dejar de comer para tener experiencias, y lo que hasta entonces considerábamos fundamental en la relación con el mercado pasó a ser circunstancial. Muchas cartas desaparecieron a manos de menús degustación momificados, que podían durar un año, año y medio o media vida; mínimo esfuerzo, máximo rendimiento. Impensable para un cliente que debe volver tres o cuatro veces al año, ojalá una al mes, pero intrascendente para un comensal que visita restaurantes como quien colecciona figuritas y voltea la página del álbum nada más completarla. Prácticamente nadie volvía para ver si había cambiado.
De un día para otro, los aeropuertos desaparecieron del horizonte culinario y las cocinas escaparate se dividieron en dos bandos. De un lado, los que vivían con la vista puesta en el turista, dando la espalda al cliente local, y del otros quienes trataron con cariño al comensal de cercanía. Los primeros vieron sus comedores convertidos en el paisaje inmediato de la desolación y la sonrisa forzada, y no tuvieron otra que lanzarse a una batalla para la que no estaban preparados: atraer al cliente al que antes despreciaron. Los segundos vivieron dificultades, pero no tardaron en recuperar su relación con la clientela habitual. Las cocinas de referencia, hasta ahora manejadas desde la primera clase de un avión, tuvieron que poner pie a tierra. La pandemia devolvió al cocinero de alcurnia al mundo real del trabajo, el esfuerzo diario y la solución de problemas reales: dimensionar plantillas delirantes y formar a sus empleados, cerrar la tapa del descomunal sumidero de mercadería y plata que significa trabajar de espaldas a los productos de temporada, o ingeniarse para resolver el descomunal rompecabezas que implican unos locales demasiado grandes y demasiado costosos.
La pandemia, como todas las plagas, aprendió rápidamente a distinguir entre ricos y pobres. También en la cocina, donde los comedores populares llevaron la peor parte. Algunos pudieron superar el pago de alquileres con los comedores cerrados y el confinamiento forzado, pero la implantación del teletrabajo como práctica laboral les dio el golpe de gracia. La navidad más triste de la historia de la cocina muestra su cara más dura cuando se fija en las cocinas humildes, aunque se extiende allá donde miremos. Algo importante se nos ha roto. Tal vez sea esa atmósfera frívola que el filósofo alemán Peter Sloterdijk sitúa en el origen del consumismo compulsivo (https://elpais.com/ideas/2020-05-02/peter-sloterdijk-la-supervivencia-es-indiferente-a-las-nacionalidades.html). Lo seguro es que nos viene un nuevo comienzo y no hay normalidad al otro lado de la puerta. Lo único bueno que ha traído esta pandemia es que unas cuantas cosas nunca volverán a ser iguales.