El año que cambió los restaurantes

Se va el año que acabó de voltearnos la vida mientras cambiaba nuestra relación con la cocina, trastocando alguno de los pilares que la sustentaban. Cerramos un bienio encadenado que deja pocas cosas en su sitio. Por primera vez en los seis o siete años del despertar culinario ecuatoriano, nuestros restaurantes tuvieron que aprender a vivir sin turistas, mirando directamente al público local, con todo lo que eso trajo consigo: revisión de las propuestas culinarias, transformación de unos restaurantes, cierre de otros y reubicación de unos cuantos más.

Lo primero que quedó al descubierto fue la fragilidad de los pilares que sustentan al sector, empezando por un modelo de gestión con más fallas que la escopeta del tiro al blanco en las ferias populares. El concepto de negocio hace aguas por donde quieras mirarlo, desde la relación del restaurante con empleados y proveedores hasta el formato de la oferta. El sueldo base que los empresarios hosteleros acostumbran pagar a sus trabajadores ni les permite vivir con dignidad ni justifica jornadas de diez, doce o catorce horas: tampoco estimula la construcción plantillas estables y formadas.

Se han multiplicado los casos de camareros y cocineros que encontraron motivos para no volver a los restaurantes tras la reapertura de los negocios y buscaron alternativas en otros sectores. Nada cambiará si no entendemos que el problema no está en la falta mano de obra sino en la precariedad del empleo; se necesitan puestos de trabajo de calidad. No tiene sentido que restaurantes cuyas facturas suelen superar los cien dólares por comensal, se sustenten sobre profesionales mal pagados.

El producto y el productor también salen derrotados en esa peculiar ecuación que define la vida de nuestros restaurantes, en un marco que ha universalizado el discurso de la sostenibilidad y la responsabilidad, dos palabras que corren de boca para acabar chocando con la realidad. Queremos producto y la referencia del origen que aportan el productor y la zona de producción, siempre que sea barato. Nadie quiere pagar el valor real del producto, casi nadie valora el trabajo del pescador, el agricultor o el ganadero. Imposible construir una propuesta gastronómica sin cuidar y poner en valor a quienes la hacen posible.

Acostumbrados al comensal de una sola visita en la vida -el turista que aprovechaba su viaje a Ecuador para conocer sus restaurantes-, que no cuestiona y raramente valora, los negocios han tenido que volver la mirada hacia un cliente local que no quiere repetir el menú degustación, visita tras visita, durante los próximos dos o tres años. Nadie frecuenta un restaurante caro cuatro veces al año caro para comer siempre los mismos platos.

Hay otros hábitos que penalizan la vida del negocio. Las cartas demasiado largas conllevan un absurdo aumento de costos -por deterioro de mercadería, por la mano de obra necesaria para transformarlas- que afecta a la cuenta de resultados. Las cartas deben ser cortas y ajustarse a las temporadas para ofrecer la máxima calidad posible mientras se ajustan los gastos. Queda mucha tarea pendiente.

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