De cómo los peruanos comemos un tomate nacido para hacer ketchup
Dejen que les cuente una historia. En los años 50 y 60, California era el referente en el desarrollo agrario del continente; el lugar donde se investigaban nuevas variedades y técnicas avanzadas de cultivo y recolección. También, la referencia para muchos países de la región. Corrían tiempos de cambio en los hábitos de consumo. Los investigadores californianos trabajaban a destajo para dar solución a las nuevas exigencias de un mercado que vivía una expansión desconocida hasta el momento, empujada por la llegada de la gran clase media norteamericana y, con ella, por el reinado de las comidas precocinadas, la industria conservera y la irrupción de las salsas de consumo masivo. Fue entonces cuando la mostaza y el kétchup se adueñaron de las mesas de EEUU.
La agricultura no estaba preparada para un fenómeno como este y encontró nuevos retos. Entre ellos, la extraordinaria demanda de salsas de tomate y pasta de tomate en conserva por el mercado. La industria alimentaria necesitaba frutos más carnosos, con menos semillas y más resistentes a las enfermedades.
La recolección mecanizada marcó el avance definitivo hacia la masificación de las producciones. En el caso del tomate, idearon una máquina que levantaba la mata y la sacudía para que los frutos cayeran sobre una cinta transportadora. Solo faltaba un tomate que se dejara hacer. Los centros de investigación empezaron a alumbrar productos concebidos para satisfacer un fin concreto. La producción masificada tenía un objetivo prioritario: logar el fruto ideal para producir pasta de tomate. Necesitaban una variedad con más carne y menos semillas capaz de resistir, además, las plagas habituales en la zona de producción. El sabor y el aroma fueron el precio a pagar. Quedaron definitivamente excluidas de la ecuación.
Mientras tanto, a unos 13000 kilómetros de allí, el mercado peruano consume mayoritariamente un tomate redondo. Le dicen tomate Huando, como las naranjas, en referencia a la finca Huando: 1500 hectáreas de explotación agraria cultivadas en Huaral por la familia Graña Elizalde. Su producción inunda el mercado limeño, consolidada como una variedad de consumo masivo. El Huando era un tomate redondo, carnoso y grande, con muchas cavidades repletas de semillas y esa especie de placenta gelatinosa que las rodea. Importa el asunto de las cavidades y la placenta: impulsa el sabor y el aroma del tomate, al tiempo que lo hace más sabroso.
Llega la reforma agraria y Huando se diluye como un azucarillo en un cubo de agua, precisamente en el momento en que los productores peruanos empiezan a copiar los nuevos tomates de California. Hoy sufrimos el resultado: desapareció el tomate de siempre, con olor y sabor, mientras las nuevas variedades, mucho mas productivas, menos costosas de trabajar y por tanto más rentables, ocupaban su lugar. Renunciamos a las formas redondas por los frutos alargados, los cambios de color de la piel con la maduración por la uniformidad, el aroma y el sabor por la insipidez… Así fue como los peruanos acabamos comiendo un tomate nacido para preparar kétchup.
La nueva variedad llegaba apenas sin alveolos. Pura carne con pocas semillas y lo que es peor, sin la gelatina que las rodea. Además, traían un regalo bajo el brazo: no había nacido para resistir las plagas del trópico. El insecticida se convirtió en un compañero de viaje imprescindible. Todavía lo es. La ley exige que pasen 7 días antes de ponerlos a la venta al público, pero eso, ¡ay!, es mucho pedir. Lo que me cuentan especialistas de la Agraria de La Molina es que, con más frecuencia de la deseada, ese tomate nacido para preparar kétchup suele llegar al mercado apenas pasados un par de días