Doña Victoria Serna, Viuda de Alburquerque, debió ser una maestra estricta cuando ejerció, primero en Trujillo y luego en Paiján. Aún lo era cuando la encontré en su fundo, a una cuadra de la Panamericana Norte a su paso por Paiján. Rondaba entonces los 86 años y convirtió el encuentro en una exhibición de fuerza como hace tiempo no había visto. Recorrió con nosotros la huerta, a la busca del ají amarillo con el que la fotografiamos mientras nos reconvenía, remarcando que el nombre real de lo que los limeños llamamos ají amarillo es, de hecho, ají escabeche. La recuerdo tal cual la fotografió Marina García Burgos para edén.pe, el libro en el que trabajábamos entonces: pantalón negro, camisa negra floreada, sombrero de paja de ala ancha, un bastón hecho con una rama del que se valía para recorrer los senderos que dividían el fundo, y una sonrisa enorme y vivaz que acabó llenándolo todo. Con gente así no hace falta producción: su presencia acaba llenando la foto sin gestos preparados ni artificios.
Salí impresionado de la conversación que tuvimos, sentados silla con silla a la puerta de la casa. Nos hizo probar una miel oscura, densa y profunda, obtenida de unas abejas a las que mima como si fuera su gente. Nos habló de su vino, de sus chacras, cultivadas en orgánico y de sus frutales. Lo uno llevó a lo otro y acabó hablando de responsabilidad, “la tierra es una heredad y uno tiene que defenderla“, y de su activismo en la agricultura ecológica que abrazó a los 81 años para convertirse en una de las figuras del movimiento en La Libertad. “El campo”, me decía, “se llenó de venenos y para contrarrestarlo vi conveniente asociarme para poder saber más y así hacer algo por la vida”.
Sobre todo me habló de vida, proponiéndome una lección en cada frase y una sentencia en cada gesto. Fue una conversación trabajada porque el oído se le había ido endureciendo, pero salí de Paiján seducido por su presencia. Volví a verla en la presentación del libro y ha pasado otro año hasta recibir nuevas noticias. Me escribe de un derrame que la ha llevado al hospital y luego a casa de su hija, en Trujillo, justo antes de darme una nueva lección. A sus 88 años, o casi, Victoria Serna es una mujer entera, serena y decidida. Tanto, que a medio recuperar el movimiento, viaja cada domingo para reencontrase con sus tierras. En la carta no me cuenta de sus abejas -¿quién las cuida ahora?- ni los frutales, las viñas de uva Italia o las huertas. Habrá tiempo.
La campiña peruana está repletas de figura como ella. La mayoría no tuvo la suerte de Victoria, pero están en la misma batalla: haciendo posible la supervivencia de los productos que definen las señas de identidad de la cocina peruana. Uno de ellos, Simeón Genaro Miranda, aparece en estas mismas páginas, aunque hay otros. Tal vez Olinda Ataucusi, productora de la comunidad nativa not-machiguenga de San Antonio de Sonomoro, o Gliserio Sullca, quien trabaja la papa en San Cristóbal de Ñahuín, Tayacaja, o Pablo Villegas, introductor del camu camu en Ucayali desde el Caserío Siete de Julio, en Pucallpa, y tantos otros personajes sin los que el milagro de la cocina peruana no tendría futuro.