Tuve que venir a Chiloé para ver fundir un cerdo. O casi. Es la primera vez que veo licuar la mitad del cerdo como eje central de la ceremonia de la matanza. Le dicen reitimiento –me confirman que vienen de derretir- y es un trabajo simple y enjundioso. El mismo día de la matanza despiezan el cerdo, le sacan las mantecas, las trocean, llenan con ellas algunas ollas de hierro forjado y las ponen sobre hogueras de leña hasta derretir la grasa. Cuando está a medio fundir van añadiendo las carnes del cerdo, cortadas en trozos grandes, como del tamaño de un puño, y avivan el fuego. Sólo queda fuera la cabeza; mañana harán una chacina llamada queso de cabeza. El resto del cerdo acaba llenando estos peroles que bullen al fuego durante alrededor de una hora. La grasa acaba de licuarse y la cocción continúa a fuego muy vivo, con la grasa hirviendo, alrededor de una hora más. Pregunto por lo fundamental. ¿Cuándo sabemos que la carne está a punto? Los hombres marcan el ritmo en esta parte del trabajo y Aladino hace de portavoz: “cuando la grasa se transparente”. Hasta entonces todo sigue igual; la carne todavía no está lista. Es el confitado absoluto. En apenas tres horas el cerdo cambió dos veces de naturaleza. De los cortes colgados al oreo en el almacén al contenido de esas cuatro ollas gruesas y negras, que darán primero para un almuerzo al que son convocados quienes participaron en la faena y luego para mantener la carne durante el invierno. El proceso consigue cocer la carne, dorándola y dejando el exterior crujiente. En esa misma grasa se conservará durante el invierno. Antes se le dan otros usos.
Estoy en la granja de Valeria Ollarzo y Marcial Paillacar a un par de tiros de piedra de Chonchi, en la Isla Grande de Chiloé, frente a la costa de la Patagonia chilena, y aquí todo hace la diferencia. Desde el envoltorio que proporciona una granja verde y frondosa, con prados poblados por manzanos que se asoman al mar, hasta el desarrollo de la ceremonia de la supervivencia invernal que es siempre la matanza del cerdo.
Antes que la grasa y la carne están las morcillas, que marcan el comienzo y no puede esperar. La sangre es lo primero que se recoge y lo primero que se transforma. Sigo a Valeria y a Mercedes hasta la cocina en cuanto toman entre las manos el barreño donde la han recogido. Veo como la mezclan con coles y acelgas bien picadas, una buena dosis de arroz cocido, los condimentos habituales –sal, comino, orégano y ese ají seco molido que por aqucotidianosseco molido que por aqu Chile fante rallado. El a arroz cocido, lir la piel, y artan. Serimiento, de derretir, í llaman merken- y ajo elefante rallado. El ajo elefante exige trato de respeto. Muchos prefieren decirle ajo chilote, pero el tamaño condiciona la nomenclatura: ajo elefante. He visto cabezas de ajo más grandes que mi puño y los dientes son como mi dedo pulgar; perfumado e incisivos, son una de las señas de identidad de la cocina chilota. Hacen la mezcla, rellenan la morcilla y la cuecen. El resultado es de los que dejan huella.
El almuerzo no está listo. Falta el milcao. Un desconocido que se acaba desvelando como la joya de la corona. Para hacerlo mezclan a partes iguales papa cocida y triturada con las manos y papa cruda rallada, prensada para eliminar el agua, añaden sal, manteca y los trocitos de carne frita que han quedado en las ollas, y lo fríen en la misma grasa en la que antes confitaron la carne. No es precisamente dietético; más bien una fascinante bomba de tiempo. Aprovecho la confianza para comer tres seguidos.
El plato típico de las matanzas chilotas se llama yoco y combina cuatro piezas diferentes. Ya tenemos la presa de carne y el milcao. Sólo faltan las roscas, horneadas a partir de una masa de harina, azúcar, manteca y levadura, y las sopaipillas. Las de aquí son triangulares y se amasan con harina, huevo y manteca, para acabar friéndolas en la propia grasa del cerdo. Un poco de chicha de manzana envejecida durante un año en garrafas de cristal y el todo acaba cobrando sentido en este rincón de Chile.