Días de cine

Más que una película, El festín de Babette es un canto a la vida y las emociones. De hecho, me parece una gran película. Rodada en Dinamarca hace 28 años, es una cinta hermosa que habla de gente sencilla y de cómo una cena transforma su vida: rellena las fisuras, vence supersticiones, diluye zozobras y supera recelos.

La historia es simple, como corresponde a una obra intimista y recogida. Cuenta la llegada de una cocinera huida de Francia a una humilde aldea puritana de la costa de Jutlandia. Tras catorce años al servicio de dos hermanas, gana la lotería e invierte lo ganado en una cena para un grupo de vecinos. Un barco trae los ingredientes desde París -vinos, una gigantesca tortuga viva, codornices, aceite de oliva, quesos, frutas tropicales…- levantando un muro de prevenciones.

Los sabores se encargarán de aplacar el sobresalto. No es para menos: sopa de tortuga, blini con caviar y crema agria, codornices rellenas de foie-gras y trufa en hojaldre, quesos, endivias, achicoria y nueces en ensalada, un bizcocho borracho que deja la pantalla chorreando lascivia y una bandeja repleta de frutas exóticas –papaya, higos, uvas, piña o dátiles-, convertidas en paradigma del lujo. Para acabar de aplacar las conciencias de quienes entienden la comida como una tentación del maligno, la cocinera elige un amontillado de Jerez, un champagne, Veuve Clicquot 1860, un borgoña, Clos de Veugeot 1845, y un viejo marc de champagne. Pocos habían bebido hasta entonces una copa de vino en aquel lugar. Como todo lo extraño, lo entendían como un instrumento del mal. Después del festín, nada vuelve a ser igual.

Reencuentro la película en una de esas tardes de domingo que animan a encogerse en el sofá y me conmueve como la primera vez, hace ya veintisiete años. Me siento de nuevo ante el retrato de un mundo que fue y no volverá a ser, aunque siempre puede reencarnarse con otra forma y de otra manera.

Muchas películas tienen la cocina en su centro, pero pocas merecen la pena. Dedico unos días a rastrear las redes y los rincones del mercado y reúno unas cuantas. Muchas van cayendo sin remedio. Algunas de las nuevas, por obvias, vacías e intrascendentes. Se lleva la palma Chef, un film en el que antes de 15 minutos ya sabemos todo lo que vendrá, pero tras él van cayendo otras, como la absolutamente prescindible Les saveurs du palais, sobre la cocinera de Miterrand durante su mandato presidencial, o la norteamericana Julie & Julia. Entre todas las recientes me quedo, como muchos, con ese hermoso canto dibujado a la cocina llamado Ratatouille, incluidos todos sus guiños: Jöel Robuchon caricaturizado como jefe de cocina, Antoine Ego y lo que representa…

Siguiendo hacia atrás en la filmografía encuentro pocas obras que llegaron a superar la barrera del tiempo para merecen ser recordadas, pero las que quedan me resultan eternas. La primera de todas, Comer beber amar (Eat, drink, man woman en la versión original), la formidable y emotiva película de Ang Lee. Luego, la pasional y hermosa Como agua para chocolate, el canto a la vida y la cocina lanzado al mundo por Laura Esquivel y traducido a imágenes por Alfonso Arau. Para acabar, una obra casi ignorada que se me antoja la más potente, chocante y estremecedora de todas: Le grande bouffe. Una historia poco convencional y emocionantemente incorrecta que reúne a cuatro genios -Ugo Tognazzi, Marcello Mastroianni, Michel Piccoli y Philippe Noiret- bajo la dirección de Marco Ferreri, con un genial Rafael Azcona como guionista.

No les cuento nada sobre ellas. Mejor búsquenlas y véanlas. Les proporcionarán unas cuantas horas para disfrutar, emocionarse y pensar con la cocina.

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