Creced y multiplicaos

La cocina es una historia de clanes que se multiplican conforme pasan los años y van cambiando los tiempos. No importa si avanza o retrocede, sube o baja, innova o mira atrás; con cada crisis, cada bonanza, cada burbuja y cada pinchazo, nos aparecen parientes nuevos. Unos molestos, otros interesados, algunos buscándose la vida como saben, otros llevando adelante un negocio estructurado, los hay que mendigando -lo que sea, también atención-, en algunos casos marcando su propio rumbo y en otros siguiendo estelas sobre las que apoyarse en cada curva del camino; sagas familiares que aprendieron el oficio desde que sacaron el primer diente de leche y marcas que de puro éxito nunca llegarán a manos de los hijos, o a cumplir el ciclo natural de una sola vida…

Hay de todo y para todos, pero por lo general encuentro profesionales que se esfuerzan por sacar adelante sus negocios y sus cocinas, por encima de unas circunstancias que en algunos momentos toman formas extrañas y tiene sus afectados. Llegado el tiempo del imperio de los fondos de inversión y las cadenas de comedor mediático y cocina fácil, las víctimas se multiplican: puede ser la propia cocina, el comensal, el negocio o el profesional, que no iba a ser menos.

Vi convertirse los restaurantes en oscuro objeto del deseo (esta vez sí, oscuro) de los poderosos cuando la crisis económica de los 90 (un tiempo en lugar de una edad; no confundan, a los 90 solo pisas un restaurante cuando la familia quiere celebrar comiendo gratis). Florecían los grupos económicos, las inversiones se diversificaban, la construcción vivía su burbuja, los buenos locales comerciales se pagaban a precio de oro, los entresijos del poder se manejaban en comedores con nombre propio y la vida social tomaba aliento en las mesas de moda antes de saltar al más allá.

La restauración era un pretexto para el mundo de los negocios, más que un atractivo recurso de inversión. El interés no estaba en los precarios márgenes comerciales de la cocina, sino en la trama de relaciones que proporcionaba y, mirando al futuro, en la revalorización del espacio que ocupaba en plena burbuja: un poco más cada fin de semana.

Fue por aquel tiempo que los accionistas de los medios de comunicación empezaron a diversificar intereses e inversiones, y los restaurantes entraron en la ecuación. La gastronomía vendía en los diarios y los programas de radio, pero la crítica estaba reñida con una parte del éxito: todo debía ser civilizado. Empezó el purgatorio de la falacia de la crítica constructiva que se traducía en un aserto lineal: nada que pueda molestar a lo accionistas.

Faltaban unos años para que los cocineros se elevaran al cielo de las estrellas mediáticas, pero empezaban a cultivarse esas relaciones de amistad entre los poderosos, o quienes aparentaban serlo, y los cocineros del momento. El nombre del cocinero vivía entonces asociado al del restaurante que le había consagrado, y salvo contadas excepciones -las duplas Zalacaín-Príncipe de Viana y Jockey-Club 31, Víctor Merino en Cabo Mayor y sus restaurantes en Santander, Félix Cabeza con La Dorada (Sevilla, Madrid, Marbella y París), Luis Lezama y sus Café de Oriente y Taberna del Alabardero, y muy pocos más- el jefe o jefa de cocina era personaje de un solo restaurante.

Todo aquello, incluido el desembarco de los empresarios de la noche en la restauración pública -eso daría para un tratado de estupidez aplicada-, fue antes de que el revolcón de las hipotecas basura pusieran la mitad del mercado inmobiliario en manos de los fondos de inversión, y el receso del Covid-19 les sirviera los restos en bandeja. Entre una y otra, vivimos la desindustrialización -la América de la Cordillera Andina siempre sobrevivió sin industria, a base de vender minerales para que otros los manipularan-, la consiguiente transformación en una sociedad de servicios (Airbnb manda), la conversión de la antigua clase trabajadora (antes le decíamos obrera, ahora el término parece ofensivo) en esa nueva clase media cada día un poco más venida a menos, las cruzadas contra el estado de bienestar por quienes nunca lo necesitaron, los trabajadores rebautizados como colaboradores, los camareros devenidos en asesores de ventas y otros insultos a la inteligencia, y todas esas cosas.

El cambio real se me echa encima cuando llego a Lima. Por encima de la ingenuidad y la sobredosis de autoestima de una cocina que ante todo busca reivindicarse, llama la atención la consigna que flota sobre el incipiente movimiento culinario local: creced y multiplicaos. El éxito de Gastón Acurio, asentado en sus tres primeras marcas locales de éxito -Astrid & Gastón, La Mar y las cafeterías Tanta; luego llegaría Madame Tusán-, había dado un impresionante salto internacional. Su grupo de restaurantes ya contaba en 2009 con negocios en Chile, Argentina, Venezuela, Ecuador, Colombia, Panamá, Estados Unidos y España. Algo había pasado y los inversores empezaron a pensar que merecía la pena, afilaron las uñas y respondieron con el undécimo mandamiento: ponga un restaurante en su vida (y luego multiplíquelo).

Todos quieren imitar a Gastón, repetir su éxito, ser como él, pero saltándose la parte dura del camino y más que nada el conocimiento. Hasta que caen en que en este negociado no triunfa cualquiera. Pocos se atreven a diversificar en el mercado local hasta que irrumpen los fondos de inversión, pero cada restaurante de éxito ensaya la creación de su propia cadena internacional o cuando menor una franquicia. Un grupo de inversores limeños ligados a un banco buscan hace un par de años comprador para sus restaurantes: facturan bastante, pero adeudan más de veinte millones de dólares. Este no es un negocio para iluminados.

El tiempo y la realidad se encargan de cambiarle la cara a más de un inversor. De la sonrisa ufana y altiva del triunfador, a las ojeras de quien no da con la fórmula para blanquear el balance, habitualmente teñido de rojo. Hace treinta y cinco años, cuando me dejaron entrar en las cuentas de Zalacaín (alta cocina, tres estrellas Michelin), el margen de beneficio estaba en el 8 %. Hoy, si eres un genio de la administración, puedes estar alrededor del 5 %. Para aumentar el beneficio hay que multiplicar los precios o bajar la calidad y el compromiso: gasto en mercadería rebajado, trabajadores precarizados, servicios tercerizados. No es fácil hacer cestos con esos mimbres. Los restaurantes abren y cierran en un macabro carrusel de fichas de dominó, y las fórmulas que airean el éxito no son todas de oro; a veces resultan tan falsas como un billete de trece dólares. No son pocos los que ceden el uso de su marca y cobran cada vez que visitan el restaurante para trabajar los nuevos platos; con suerte, una vez cada tres meses. Todo son sonrisas de hielo en los comedores dorados del desierto.

Los inversores crecen y las cadenas avanzan en un camino que no es uniforme, y acostumbra fijar el punto crítico tan cerca del listón de ingresos que cada apertura pone en juego los recursos del último ejercicio. Los fondos de inversión, accionistas mayoritarios de las referencias de éxito, manejan la historia para vender con beneficios: cuantos más seamos, mejor. En esa tesitura, nunca queda para repartir. El fracaso de una pieza del entramado amenaza la estabilidad edificio. La cocina no es una sola, aunque la que nos estimula exige atención personalizada; es otra cosa.

Si hace una semana hablaba de lo peligroso que es confundir tradición con atraso, hoy el riesgo nace de equivocar el éxito con la banalidad y el desapego. Serán cosas de viejo, pero ojalá volvieran a trabajar el día a día de sus cocinas, recuperaran la cercanía, como mucho la vecindad, cada marca volviera a ser una pieza única o, qué sabré yo, prefieran gastar en vivir lo que han ganado.

Share on FacebookTweet about this on Twitter