Cocinando sin ataduras

El legado latinoamericano de la gira de los hermanos Roca

El plato se llama “vieira con gazpacho de fisalis, aceite de oliva, titoté y caviar cítrico”, aunque el nombre es lo de menos. Olvídenlo para contemplarlo como es. El fondo del cuenco está cubierto por un jugo de aguaymanto –fisalis-, rociado con algunas gotas de aceite de oliva. En el centro, un bouquet de conchas troceadas, como si fueran para un tartar, crudas, frescas y fragantes. Salpicando el plato, el contrapunto crujiente de pequeñas virutas de esa leche de coco tostada que los colombianos llaman titoté y las notas aciduladas de tres hojas de verdolaga. Lo mires por donde lo mires es una versión de los cebiches actuales: concha en leche de tigre de aguaymanto. Se ventila en cuatro bocados, pero el plato es de los que piden más, mucho más. Una propuesta que va sembrando emociones mientras recorre la boca.

Es el segundo plato del menú degustación del Celler de Can Roca, uno de los grandes restaurantes del mundo. Antes vinieron 15 aperitivos y por detrás esperan otros 16 platos, incluidos tres postres, que componen una de las experiencias más impactantes que se pueden vivir en un comedor. El restaurante de los hermanos Roca está en Girona, al norte de Cataluña, a poco de la frontera española con Francia, y en los últimos años ocupa lugares de privilegio en el estrellato dibujado por The 50 Best Restaurant. El número dos este año, el uno el anterior… Habitan la cumbre que tantos cocineros sueñan ocupar.

Uno de los aperitivos es un cebiche de langosta. Apenas un bocado servido en una cuchara metálica, llega preñado con sabores que arrastran el recuerdo vivo de la cocina del Fiesta, en Miraflores. Otro es un burrito de mole poblano con guacamole, tan chico y delicado que casi da pena comerlo, pero tan expresivo que lleva al comensal en vuelo directo a las taquerías del mercado de Coyoacán.

Los hermanos Roca cerraron su restaurante a mediados de julio y lo trasladaron, con planilla incluida, a una gira frenética de casi cincuenta días por algunas ciudades americanas –Houston, Dallas, Monterrey, México DF, Bogotá y Lima-, a razón de 500 comensales por ciudad, para la que adaptaron su cocina a los mercados y los sabores locales. De vuelta a casa, los Roca han trasladado a su carta parte de lo encontrado en su viaje. El resultado es un menú subyugante, preciosista, refinado y erizado de detalles que invitan a gozar. Una cocina sin ataduras que se maneja en libertad sin perder un ápice de identidad.

Lo entiendo cuando aparecen dos platos que cierran varios siglos de ida y vuelta entre Europa y América; tan alejados y sin embargo tan cercanos. El primero es un helado que muestra tres capas de sabores dedicados al maíz: la central es de cuitlacoche, el hongo oscuro y profundo que invade el grano mesoamericano, y las otras dos son de maíz tostado y maíz cocido. Le sigue un corte de palta templado al vapor, ilustrado con pequeñas hebras desgranadas del pomelo y servido sobre un caldo de boletus edulis.

Para acabar, su interpretación de la pachamama. Llega en un plato oscuro, brillante y rugoso con cuatro pequeñas esferas de barro cocido sobre un lecho de hojas secas y pétalos de flores. La camarera rompe una a una las piezas de terracota, liberando otras tantas papas huatia, rodeadas por ramitas de eneldo y té de roca. Las abre al centro y acaba condimentándolas con una emulsión de yema de huevo y trufa. Es la fusión total; la pachamama trasladada de los Andes al Pirineo. La esencia de un plato envuelta en ropajes nuevos. Un viaje de diez mil kilómetros a través de los sabores.

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