Hay días en que la frase más insulsa basta para reventar la olla de los debates. Sólo así puedo explicarme la algarabía creada en torno a la llamada Declaración de Lima, el documento firmado por los chefs que integran el Consejo Asesor del Basque Culinary Center, rebautizado por un periodista catalán como G9 y conocido bajo estas siglas desde su primera reunión, hace un año en San Sebastián. Ya lo escribí hace una semana: un documento tibio, de bajo calado… y el marco menos propicio para alimentar un debate del altura. Una vez más estaba equivocado.
Algo pasa en el mundo de la cocina. Mejor dicho: algo sucede en torno al mundo de la cocina. Todo está bien mientras los cocineros se dedican a sus labores, cobran facturas estratosféricas, saludan en el comedor, sonríen, adoptan poses de estrella del star system y aparecen en revistas –a menudo vestidos de blanco, en ocasiones haciendo el ridículo en las poses y actitudes más extrañas- y programas de televisión. No importa lo que hagan. Son buenos chicos y todo se les perdona; especialmente si estamos entre los que consiguen mesa en sus restaurantes y son saludados por su nombre en los comedores más escogidos.
Los cocineros son buenos chicos. Gente simpática, aunque la mayoría carezca de lo que muchos consideran imprescindible: nombre y apellidos. Nada como un cocinero de buena familia para hilar una historia con glamour, pero si no es posible nos conformamos con lo que hay. Incluso aplaudimos las poses provocadoras de algunos, los brazos trazados de tatuajes de otros, los pendientes más estrambóticos, los peinados más extraños o un vestuario que a menudo parece haber salido de un circo chino.
Nada de eso importa. Los cocineros son buenos chicos. Gente simpática y a menudo solidaria. Se prestan a cocinar a favor de campañas contra el cáncer y otras enfermedades, recaudan fondos contra el hambre en países lejanos o para remediar los efectos de terremotos, inundaciones y catástrofes nucleares. No le damos demasiada importancia; nos parece normal que hagan lo que la mayoría de nosotros no estamos dispuestos a repetir.
Es lo que piensa Jay Raiyner, comentarista gastronómico del diario británico The Guardian, quien dedicó un extenso post a comentar la Declaración de Lima, descalificando a sus firmantes por no ser representativos del mundo de la cocina, desautorizándolos para pronunciarse en torno a temas ajenos a su condición de cocineros y ridiculizando sus intentos de estimular la toma de conciencia en torno a algunos de los problemas más graves de la humanidad, entre los que destaca la destrucción de nuestro entorno natural, para encabezar el despertar de la caverna gastronómica. Un discurso sencillo: los cocineros son buenos chicos… mientras no se metan donde no fueron llamados. Sam Sifton (The New York Times y Diner’s) le secundó rápidamente.
A nadie se le escapa que el mundo de la alta cocina vive asociado al dinero. Pero vincular al cocinero con el mundo de la gran empresa es una verdad a medias; también una forma de faltar a la verdad. En el fondo, por mucho que les hinche el pecho tanta palmadita en la espalda y tanta foto en compañías ilustres, apenas son poco más que proveedores de los más poderosos. Las facturas de los grandes restaurantes no son fruto ni del capricho ni del abuso. A pesar de su magnitud no suelen proporcionar balances de cuentas positivos (los ingresos suelen estar en los negocios paralelos). Son restaurantes caros, al alcance de los más privilegiados o de un puñado de fanáticos, capaces de entramparse para completar su pequeña colección de comidas de ensueño.
La alta cocina siempre ha sido un privilegio de casta: terreno acotado de los poderosos. A los master del universo les gusta codearse con los cocineros, pero dejan de agradarles cuando los ven convertidos en hombres. Aceptan al cocinero mientras viva despojado de lo que distingue al ser humano del resto de las especies animales: su capacidad para discernir, tomar decisiones, actuar por cuenta propia e influir en el medio que le rodea.
No creo que los cocineros sean buenos chicos. Los hay que sí, pero otros son más dañinos que un sueño torcido. Tampoco me preocupa especialmente. Me importa más su trabajo en la cocina. También me interesa su actitud ante la sociedad, los compromisos que asumen, su escala de valores…
¿Quién dijo que el cocinero no tiene derecho a mostrar sus emociones y dejar asomar sus ideas en público? Me gusta que los cocineros saquen a pasear sus ideas; aunque no las comparta. Estos días han sido discursos relacionados con la inclusión social, la solidaridad, la defensa de la biodiversidad y el compromiso con la sostenibilidad de la producción alimentaria. Otras veces son los contrarios.
Leyendo a Jay Rayner he vuelto a sentir el gusto rancio que ha dominado el mundo de la cocina durante siglos. Leyendo a los aprendices de brujo que florecen en torno a la cocina, lanzados a rebato tras la arenga del periodista inglés, he percibido el aliento fétido y frío de la caverna. ¿Quién dijo que el cocinero está obligado a vivir al margen de la sociedad? Los mismos que pretenden negar ese derecho al resto de los ciudadanos. Que cada uno añada la etiqueta que prefiera.
Los cocineros no pueden ser buenos chicos mientras no demuestren que forman parte de la sociedad y asuman los compromisos que les corresponden. Es lo que más me ha gustado de la Declaración de Lima, aunque me parezca tibia, descontextualizada y escasamente comprometida: los nueve firmantes –mejores o peores, más o menos influyentes, estrellas o intrusos… ¡qué visión más precaria y parcial muestra tu ranking de cocineros, Jay!- se han significado como parte de la sociedad en la que viven. Y estoy con ellos en lo fundamental.
A mí sí me importa la defensa de la biodiversidad del planeta. He visto el fin de unas cuantas especies y la práctica extinción de otras por culpa del ansia de los cocineros-matarifes y los gourmets de tanatorio –dícese del tipo aficionado a exhibirse comiendo que celebra el fin de las especies zampándose los últimos ejemplares con sus compadres- en una ceremonia de la que también he participado. Pongamos algún ejemplo y preguntémonos que fue del hortolano o el urogallo, y que pasará con el esturión salvaje, la concha negra, la almeja macha peruana o la chita. Hay muchos más.
A mí sí me importa el papel de la cocina en la reafirmación de la diversidad cultural. Vivo convencido de la que la cocina es una manifestación cultural que define las señas de identidad de cada pueblo. Me gustan las cocinas vinculadas al territorio y disfruto con las propuestas comprometidas con la recuperación de los sabores de siempre. No quiero participar en una ceremonia capaz de extinguir las cocinas al mismo ritmo que lo hace con las especies.
A mí sí me importa el rol que puede jugar la cocina en la inclusión social. Hablamos y escribimos de lo nuestro como si nada, en medio de un mundo que mayoritariamente pasa hambre. La cocina también juega un papel importante en el desarrollo de la sociedad que la rodea.
A mí sí me importa la producción sostenible. Creo en el respeto de las temporadas naturales de las especies, las vedas que garanticen su supervivencia y en el control de los sistemas de explotación de las riquezas naturales. Solo así podré disfrutarlas en la mesa. Sólo así mis hijos –y si lo administran bien, también los hijos de mis hijos- podrán llegar a disfrutarlas. Solo así podré volver a disfrutar del sabor que siempre tuvo cada alimento, perdido hoy en un marasmo de artificios de laboratorio.
A mí sí me importa la escala de valores que aplica cada cocinero a su trabajo. Quiero saber quien sirve camarón todo el año, quien hace gala del engaño y la ignorancia anunciando pulpitos baby que llegan de Asia o caviar iraní –hace cuatro años que todo el caviar del mundo es de piscifactoría-, quien juega partidas de alto riesgo con los clientes y la supervivencia de la concha negra abasteciéndose del furtivismo y el descontrol sanitario.
A mí sí me importa que la cocina tenga ideología. Me parece saludable que los cocineros pisen el mismo suelo que el resto de los mortales y se muestren como parte activa de la sociedad en la que viven.
Me descubro ante los cocineros del G9. Califiqué de tibio e intrascendente su documento, auguré que no pasaría a la historia y aquí me veo, dedicándole un post, después de ver como esta vuelve a la mesa de Jay Rayner de manos de la respuesta del propio René Redzepi: http://eater.com/archives/2011/09/16/redzepi-el-pais.php. No sé si estos cocineros que se reunieron en Lima son tan listos como parecen o simplemente se trata de un grupo de tipos con suerte.