Al fin un restaurante que maneja los tiempos culinarios por encima de los tópicos que inundan las mesas peruanas. De repente, un negocio en el que se pueden comer dos y hasta tres platos sin transformar el almuerzo en una bacanal. Finalmente un comedor en el que los ingredientes no se amontonan sobre el plato, convirtiéndolo en un pandemónium erigido a mayor gloria del hidrato de carbono. De pronto, una alternativa lógica, racional, amable, actual y divertida de la cocina. Sin más; ajena a la obsesión de muchos cocineros –jóvenes y veteranos, tradicionales y “moleculares”- por trascender a la historia y consciente de sus propias limitaciones. No es poco en un mercado como el limeño, en el que las novedades se administran de forma casi exclusiva en torno a franquicias y secuelas de restaurantes-fórmula y cuando llegan a ser eso, nuevas, suelen nacer en torno a una cocina avejentada y tirando a rancia que cada día tiene menos sentido.
Acabo de probar los primeros platos de La Nacional, el angosto restaurante abierto por Miguel Hernández en la Avenida Mariscal La Mar (un recorrido por la calle me ofrece una panorámica increíble: 24 restaurantes allí donde hasta la llegada de La Mar, hace siete años, no había ninguno), y siento una extraña sensación. Algunos me han gustado mucho, otros no tanto, los hay que tienen problemas, pero unos y otros me empujan a seguir recorriendo un menú que enmarca, ante todo, una propuesta diferente.
La cocina de Miguel Hernández se expresa con la limpieza y el tino que demuestra su lomo saltado, un plato que se me antoja ejemplar: jugoso tierno y sabroso como he probado muy pocos. Tanto, que ni siquiera precisa de las papas o el choclo a la crema (mucho más interesante que las papas, aunque no creo que este sea su lugar) para ser un gran plato. Antes he pedido burrata con tomate y albahaca, una combinación que debería esperar al verano. La burrata nacional no es ninguna maravilla –algunos trocitos de queso cuajado en un medio líquido-, pero podría funcionar si no fuera porque el tomate es otra de las grandes asignaturas pendientes en la despensa peruana y estamos muy lejos de que llegue su temporada.
Dos platos pueden ser suficientes para valorar una cocina o un estímulo para conocerla mejor y prolongar el recorrido. El sanguche de jamón asado –me gusta el bocado y, sobe todo, que el asado esté caliente- con cebolla confitada, salsa golf y pan de nueces y pasas (nada que ver con una butifarra tradicional) muestra un refinamiento que tiene mucho que ver con la larga y estrecha relación profesional de Miguel con Marisa Guiulfo y Felipe Ossio. Las versiones se prolongan con un sorprendente y suave pastel de choclo con setas, casi líquido -prácticamente un pepián gratinado servido en cocotte- o la hamburguesa de quinua con ensalada de pepino. Junto al cochinillo confitado con frejoles semidulces, la “pizeta” de jamón con queso de cabra, arúgula y peras confitadas –mejorará cuando ajusten el punto de cocción de la masa- y la torrija de Chancay, son la parte más lograda del menú. Los problemas aparecen del otro lado, con la absurda presencia del puré de frijoles que trastoca la calidad de los canelones de seco de cola de vaca, un arroz con pato necesitado de reafirmar su condición de plato salado o un pollo baby a la brasa que exige un replanteamiento. Incluso con ellos, la sensación final es positiva: todo me anima a volver.
AL DETALLE
Puntuación: 13,5/20.
Tipo de restaurante: cocina peruana actual. Dirección: La Mar 1254. Miraflores. Lima.
Teléfono: 441-2030.
Tarjetas: Visa y Master Card.
Valet parking: Sí.
Precio medio por persona (sin bebidas): 70 soles.
Bodega: Elemental.
Observaciones: Cierra domingo noche y lunes.

